Irene se incorporó muy despacio, todavía dándole la espalda y con el corazón a punto de salírsele por la boca. Era ella. Era Kristeva Kefta. No sabía qué hacer. Estaba atrapada allí. Nadie conocía su escondite. Por lo menos la capucha le proporcionaba una ventaja. Quizás la otra bruja no sabía quién era y podría salir medio digna de toda esa ratonera. Se aferró a esa posibilidad con uñas y dientes.

No tuvo tanta suerte.

Por supuesto que no.

Ni siquiera los espíritus se inmutaron.

—¿Y bien, querida? —Estaba cada vez más cerca, ni siquiera podía oír a los pájaros. Hasta ellos tenían miedo—. ¿El fantasma de la señora te ha comido la lengua? Ah, ya sé qué pasa. Irene Alcántara, ¿me tienes miedo?

Mierda.

Encima se estaba burlando de ella.

—En la vida —gruñó.

Y, con todo lo que tenía dentro, le suplicó a la naturaleza que le concediera un poco de su poder para defenderse. Kristeva Kefta era una bruja mala, de las que no pedían permiso para coger una pizca de magia y moldearla a su antojo, de las que hacían daño para conseguir lo que querían sin importarles las consecuencias; así que, en cuanto sintió la tierra entre los dedos y el aire acariciando su rostro, se lanzó contra ella sin piedad. A su madre le habría dado algo.

Kristeva alzó una ceja oscura y chasqueó los dedos.

En un principio no sucedió nada, después la bruja mala esbozó una sonrisa burlona y ella acabó con el culo en el suelo.

—Anda, ve a hablar con una profesional, no estás bien de la cabeza.

Kristeva era una versión retorcida de la princesa Blancanieves: pelo negro como la noche, labios rojos como la sangre y piel blanca como la nieve. Solo que la princesa no tenía un corazón podrido ni torturaba a gente buena por puro entretenimiento. Por lo demás, eran idénticas.

A esa conclusión llegó Irene mientras sopesaba sus opciones.

Ella se sentía insignificante, un bicho pequeñito a su merced.

—Antes muerta —escupió, clavó los dedos en la tierra y murmuró un encantamiento. Todo empezó a retumbar—. ¡Vas a pagar por tus crímenes!

—¿Qué crímenes?

Los espíritus no estaban contentos.

En ese momento, fue incapaz de darse cuenta.

Kristeva puso los ojos en blanco (por lo menos lo intentó), se había sentado sobre una lápida y no se la veía con muchas ganas de pelear. Pero Irene no podía fiarse así como así. Era una estrategia, un plan maligno para pillarla desprevenida. Quería secuestrarla o asesinarla allí mismo.

Era lo que hacían las brujas malas.

—Qué pereza me das, niña.

El aire que se estaba levantando no era normal, los espíritus gruñían furiosos. Podía sentirlo en cada centímetro de su cuerpo. En el aire. En la tierra. En la magia. En todas partes.

Sea lo que fuera, lo que estuviera sucediendo, no había sido ella.

Y empezaba a dudar de que fuera obra de Kristeva.

—¿Qué haces? —exigió poniéndose en pie, más preocupada que molesta. Se había raspado las manos y le dolía a rabiar el culo—. ¿Cómo lo haces?

Kristeva dio un salto, se alisó la falda, que le llegaba hasta los tobillos y tenía un corte en el lateral, se apartó el pelo de la cara y después se cruzó de brazos. Parecía una diosa griega. O un ángel exterminador.

—¿Qué te hace pensar que he sido yo?

—¡Que eres mala!

Kristeva arrugó la nariz disgustada.

—¿Y qué? —le inquirió con una paciencia fingida que rayaba lo absurdo. Era un truco. Estaba cayendo como una estúpida. ¡La estaba hipnotizando!—. ¿Vas a parar de importunar a los espíritus o quieres que salgamos volando? ¡O algo peor! Te pregunto para hacerme a la idea. Este peinado no se consigue por arte de magia.

—Somos enemigas.

—Pues no, aquí sigues, haciendo el estúpido.

—Eres una bruja mala —insistió Irene.

—Esto no es una peli, ¿sabes? —protestó Kristeva molesta, apartándose el pelo de la cara y maldiciendo a los espíritus por lo bajini—. Además, no es «mala», es «rebelde» o «inconformista».

Irene aprovechó esa oportunidad para atacar de nuevo. Era consciente de que la paciencia de los espíritus estaba llegando a su fin, por eso intentaría lo imposible para deshacerse de Kristeva. Para ganar tiempo. Tal vez así su madre no la miraría decepcionada de nuevo, sus instructoras no le pondrían pegas a todo lo que hiciera y el resto de sus compañeras dejarían de mirarla como la favorita, la mosquita muerta que no había hecho ni el huevo, pero aun así osaba nacer con la marca de la Elegida.

Eran muchos «tal vez».

Y ninguna posibilidad real.

—No sé ni para qué abro la boca —protestó Kristeva.

El cielo se oscureció de pronto y la tormenta se desató en el mismo instante en que Kristeva abandonó su postura de indiferencia. Su rostro de porcelana se contrajo en una mueca de furia, sus ojos, antes grises, del color de la pizarra, se ensombrecieron hasta tal punto que el iris desapareció y la magia, negra y podrida, se condensó a su alrededor; y, sin pensárselo dos veces, como si ya hubiera tomado su decisión, se lanzó contra ella. Sin barreras. Sin artimañas. Sin ilusiones.

Kristeva Kefta no absorbía la luz.

Era oscuridad.

Irene supo qué iba a morir.

Pero al final no pasó. En medio de la oscuridad, asfixiante y demoledora, Kristeva tiró de su sudadera y ella se dio de bruces con su rostro inmaculado. Estaba sonriendo. ¿Por qué sonreía? A ella se le iba a salir el corazón por la boca de un momento a otro ¿y esa tía endemoniada sonreía? Pero qué coño.

No tenía sentido.

Estaba loca. Desquiciada.

—¿Estás más calmada? —le susurró prácticamente en la boca. Muy cerca. Demasiado cerca. Tanto que podía distinguir las estrellas desdibujadas sobre sus mejillas y el azul que se escondía entre el gris de sus ojos—. Respira, querida, no queremos que te mueras.

Entonces hizo lo impensable.

Puso en marcha su plan diabólico.

¡La besó!

Kristeva Kefta tuvo la osadía de poner sus labios sobre los suyos.

En cuanto fue capaz de recobrar el sentido (se olvidó de la oscuridad y de los espíritus cabreados), la apartó de un empujón y se limpió la boca con la manga de la sudadera. Kristeva se partió de risa.

Pero eso no fue lo peor ni de lejos. Ese encuentro se repitió durante toda la semana, la siguiente y la siguiente después de esa. Sin excepción. Kristeva fue tan puntual como un reloj.

Y eso la mosqueó muchísimo.

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A la villana de la que me enamoréDonde viven las historias. Descúbrelo ahora