Capítulo 49- Pensamientos confusos

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Después de un agotador viaje, Gabriel por fin había llegado a Malasia. Aquel que ahora era su mundo seguía igual: la cabaña en la que encontraba refugio y abrigo, el mar celeste y helado frente a su puerta, la arena blanca y fina, el bosque inundado de sonidos salvajes y perfumado de flores silvestres, las montañas azules por la niebla y las noches de estrellas que parecían caerse del cielo también eran los mismos, pero él no: aunque no podía recordarlo, ahora sabía que en alguna parte de su mente había otra persona: André Vermont, ese hombre tan distinto pero tan idéntico a él. La soledad, que siempre había sido su fiel compañera, comenzó a angustiarlo. Un día, abstraído mientras esperaba, sentado en las rocas, a que un pez picara el anzuelo, se descubrió pensando en Daniel Correa.

Había tratado de acallar su conciencia con la excusa de que no podía ayudarlo. En su memoria no existía ese amor que André Vermont había sentido por él. Pero aún así no pudo apaciguar su mente y empezó a escribir para desahogarse. Tiró muchas veces sus escritos al fuego de la cocina, frustrado porque no decían lo que quería expresar. Él deseaba explicar lo que sentía, y cuando por fin pudo hacerlo, otro impulso lo hizo poner los papeles en un sobre y dárselos al patrón del bote que le llevaba los víveres, con el encargo de que lo mandara por correo a Uruguay. En el sobre estaba escrita la dirección de Daniel.

Días después apareció por la playa el viejo Jeep de la policía, llevando a un técnico del gobierno que le venía a instalar la antena satelital. Gabriel había tenido la precaución de comprarse un teléfono celular en Kuala Lumpur, y agendó los números de sus familiares, que había traído desde Montevideo escritos en una libreta, al modo antiguo. 

Pronto comenzaron a llegarle mensajes de su hermano, de Sergio y de Evelyn. Él les respondió y también envió fotos que hicieron que su sobrino suspirara por estar en aquel lugar paradisíaco con su bermuda azul con hibiscos amarillos, y no trabajando de camisa y corbata, encerrado entre cuatro paredes.

—¡Qué belleza! ¿Así que tu tío se dedica a la conservación de especies? —le preguntó Álvaro a su secretario mientras admiraba una de las fotos de Isla de Borneo.

—Sí, señor Ibáñez. El bosque tiene animales y plantas que solo crecen en esa isla, y por eso hay personas como él, que se desempeñan como funcionarios del gobierno de Malasia y se encargan de vigilarlo.

—Qué extraño es que justo un uruguayo haya terminado en ese país tan lejano…

—Más que uruguayo mi tío es un ciudadano del mundo —respondió Sergio, con orgullo—.  Escribió algunos libros, pero tiene uno muy interesante: «Travesías por los mares de Asia», escrito originalmente en francés, pero que pronto va a ser traducido al español. Cuando lo reediten le traeré una copia.

Marcela Iribarren se había interesado por la obra de ese escritor desconocido para Sudamérica, que sin embargo había obtenido un moderado éxito en Europa con sus crónicas de viajes, y que se había atrevido a incursionar en el género de las novelas. Iba a promocionarlo como un autor uruguayo para ver cómo le iba en el mercado local. 

                        ***

Daniel estaba en la academia de Fanny dándole clases al quinteto de cuerdas. Después de recibir la carta de Gabriel Duarte y lamentar su desdicha, perdido en la oscuridad de su dormitorio por días, le había nacido un sentimiento de rebeldía. No podía malgastar el resto de su vida y sentarse a esperar algo que nunca iba a volver. Se impuso una nueva meta: hacer que su alumno estrella siguiera sus pasos. 

Después de una clase larga y cansadora en la que el pobre Mauricio había terminado con las mejillas doloridas y los dedos rojos y casi ampollados, Daniel volvió a su casa. Ya no tenía a Sol como conductora, así que se había animado a renovar la libreta de conducir y sacar del garaje su viejo auto, una reliquia que, gracias a ser de buena marca, después de una buena puesta a punto aún funcionaba bien.

Cuando llegó a su casa no reconoció el automóvil que estaba estacionado en la calle, frente a su jardín. En la sala, con una taza de café en la mano y la otra tamborileando, nerviosa, sobre su rodilla, lo esperaba Sergio.

                       ***

—¿Cómo te fue en tu luna de miel? 

—Bien, señor Correa. Recorrimos muchos países de Europa, pero nos quedamos unos días más en París. Es una ciudad preciosa.

—Sí lo es. —Daniel observó los gestos nerviosos de Sergio, que seguían a pesar de su charla distendida—. ¿Y cómo es la vida de casado?

—Muy buena. —El secretario sonrió por primera vez—. Evelyn me encargó que le agradeciera el regalo que nos hizo por nuestra boda. No se hubiera molestado…

Sergio seguía con el golpeteo de los dedos en su rodilla, y Daniel le preguntó a bocajarro:

—¿Por qué estás tan nervioso?

El secretario detuvo su movimiento y se apretó la rodilla con la mano:

—Señor Correa… mi tío me contó que le escribió una carta…

«Era eso», pensó Daniel. En algún momento le pasó por la cabeza responder aquella carta, pero sabía que así sus sentimientos iban a chocar y deshacerse contra la helada pared de un ofrecimiento de amistad que no deseaba:

—Sí. —Torció la boca en una sonrisa irónica—. Ahora quiere ser mi amigo…

—No lo creo —le aseguró Sergio—. Mi tío quiere recordar a André Vermont… —Mientras hablaba, sacó su celular, buscó algo y luego le extendió el aparato—. Tome. Lea ésto. 

«Tenés que ayudarme, Sergio. Daniel nunca respondió mi carta».

«¿Pero qué querés que haga? ¿Qué lo obligue?».

«Andá a hablar con él. O mejor dame su número de teléfono. Yo lo llamo».

«No, ni loco. ¿Cómo voy a compartir su número sin autorización?  Se va a enojar, y con razón». 

«Entonces dejale el mío. Y decile que voy a esperar lo que sea necesario, hasta que se decida a llamarme».

«¿Pero qué te pasa, tío? ¿Acaso recordaste algo?».

«Nada. Pero no importa. Quiero hablar con él».

Daniel leyó los mensajes de WhatsApp con un nudo en la garganta:

—¿Qué es lo que quiere? ¿Lastimarme más?

—Yo no sé lo que quiere, señor Correa, —Sergio sacó un papel de su bolsillo y lo dejó sobre la mesa de centro—, pero si desea averiguarlo va a tener que hablarle.

Cuando el secretario se fue, Daniel le dio un manotazo a la mesa para tomar el papel que tenía escrito el número de celular de Gabriel, lo apretó entre los dedos hasta hacer una pelota con él, y luego lo lanzó lejos. 

                        ***

Marco tomaba el infaltable plato de leche tibia que Ana le daba cada vez que iba con Javier a la casa de Daniel, a visitarlo. Esa vez también había ido Sol, para llevarle de regalo su libro, recién salido a la venta,  y que tenía en la carátula los caballos dibujados por Javier. 

El chico parecía no saber nada de las conversaciones de Sergio y su tío, y el músico agradeció que, por lo menos en esa ocasión, el secretario había sido discreto. El gato se relamió los bigotes y luego se perdió bajo un mueble.

—Marco, ¡salí de ahí! —lo regañó Javier, pero el gato no le hizo caso. Parecía haber encontrado algo interesante—. ¡Marco!

El gato finalmente salió, empujando algo con las patas, como un juego. Daniel estaba atento a la novela de Sol, y no vio que Javier levantaba lo que había encontrado su mascota: un papel arrugado que tenía escrito un nombre y un número:

—¿Gabriel Duarte le dio su número de celular, señor Correa? 

Sol miró a su novio, asombrada, y después a su ex jefe, que se había quedado helado:

—¿Acaso ese hombre se está comunicando con usted?

Alimaña Color TierraΌπου ζουν οι ιστορίες. Ανακάλυψε τώρα