Capítulo 11- Ni el bueno es tan bueno, ni el malo es tan malo

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Claro que él no parecía nada preocupado. Al parecer, solo estaba angustiado por sí mismo, y eso la enervó. Se sentó en un taburete al lado de él, y empezó a trabajar con su pierna, sacándole la venda vieja, colocándole los ungüentos que había prescrito el doctor y volviendo a vendarla. Todo eso, con la mirada de él clavada sobre ella. No era fácil tocarlo, tocar su piel con sus manos desnudas, sin rememorar el deseo que había sentido en los jardines, sin volverse a sonrojar o a alterarse. ¡Por Dios! ¡Pero qué tontería! Aunque él le hubiera dicho que no intentaba humillarla, que se sentía realmente atraído por ella, eso no la ayudaba en absoluto a sentirse mejor. Estaba en peligro. 

—Señorita Jane, me gustaría que olvidáramos lo ocurrido y empezáramos de cero —lo oyó decir de repente, en cuanto terminó las curas de la pierna y se proponía empezar con el brazo para luego continuar con la decena de rasguños y moretones que tenía el Duque por el resto del cuerpo —Jane no podía creerlo. ¿Olvidarlo? Lo miró a los ojos. A esos ojos profundos, delineados por unas cejas espesas y negras—. No me mire con tanto resentimiento, no ha ocurrido nada relevante ni trascendental, necesito que volvamos a la normalidad y que esto no afecte a sus funciones aquí. 

Jane no lo respondió de inmediato. 

Arthur la vio apartar las manos de su brazo herido. En cualquier momento llegaría la histeria o las lágrimas. Maldita fuera, no estaba preparado para manejar una escenita de lamentos femeninos. 

—¿Disculpe? No sé a qué se refiere, Su Excelencia —la oyó decir con voz firme, sin apartar su mirada de la de él, clavándole sus ojos de color bronce con desinterés—. Como usted dice, no recuerdo nada que fuera relevante o trascendental —dicho esto, con total frialdad y apatía, la joven regresó a su trabajo sin mirarlo. Ya no le temblaban las manos y el rubor de sus mejillas fue sustituido por un aburrido color blanco bastante pálido. 

El Duque de Wellington se quedó helado en su sillón morado. 

«¡Caray!», pensó. 

Reprimió una carcajada. Era la primera vez que una mujer a la que intentaba besar sin éxito lo trataba con tal indiferencia. Jane lo había dejado plantado dos veces ese día, primero en el jardín, y ahora con esa respuesta. 

Quizás sería mejor olvidarse de ella y de sus ideas de conquista, al menos por el momento. Al fin y al cabo, precisaba más de un enfermera que de una amante. 

Jane trató de no volver a mirarlo a la cara. No quería que su fachada se derrumbara. Lo último que le daría a ese libertino orgulloso era el placer de verla llorar o ponerse nerviosa. Además, la culpa era de ella, pues se había comportado con una notable falta de sentido común al permitir que él la manipulara esa mañana. Su comportamiento había sido impropio de una doncella. Y le resultaba vergonzoso comprender lo fácil y rápido que podía sucumbir al encanto seductor de un consumado libertino sin moral ni sentimientos como lo era el Duque de Wellington. A partir de ahora, se mantendría todo lo alejada posible de él. 

 

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El Diario de una DoncellaWhere stories live. Discover now