La tela del vestido no es barrera suficiente pues mi piel se eriza con el tacto. Mi corazón late tan fuerte, que seguro el futbolista ya lo ha escuchado y estoy a nada de sufrir un ataque nervioso.

Se me olvida como pararme, como posar, como sonreír. No me mira, pero me siento vulnerable. No me habla, pero su olor me cala los huesos; no toca mi piel, pero creo sentir la suavidad de sus manos.

–Relájate, Sofía. Disfruta el momento.

La cercanía no parece bastarle ya que se acerca un poco más, mueve la cabeza y su respiración acompasada choca con mi piel. Sopla en mi oído un par de veces y todos mis intentos por mantener la compostura se van al suelo.

–Disfruta el momento, hermosura.

Su voz, cargada de picardía y una pisca de burla causa estragos en mi interior. El tono sexi que emplea cala hondo en mi mente y los escalofríos que recorrían mi columna vertebral se convierten en holas de calor que me desestabilizan más.

"No, Dios mío. Ahora no", me digo mientras expulso el aire lentamente. Creo escuchar un par de flashes a lo lejos, pero aturdida por el cúmulo de sensaciones agolpadas en mi pecho, no les presto atención.

Agradecí el aplauso del fotógrafo antes de correr a zona de vestuario con la excusa de arreglarme el cabello. Según yo, el peinado se me estaba destrozando por culpa de los ventiladores, encendidos a toda potencia para contrarrestar el calor de principios de agosto. Una de las encargadas me ofreció una botella de agua que tomé despacio, buscando atrasar el momento de volver a verlo; me urgía tener fuerzas para soportar a su lado un poco más. falta la entrevista y el video de preguntas y respuestas.

Para mi buena suerte luego del receso nos hicieron fotos en la terraza. Primero fueron personales. Él con un balón de fútbol en los brazos y yo al lado de un órgano, aunque no me perdió de vista en ningún momento, estábamos lo suficientemente lejos para respirar. Hicimos después un par de tomas sentados en el sofá, como dos personas normales, con cero interacciones y nada de complicidad; como lo que éramos, dos extraños.

La tranquilidad se esfumó en el momento en que a uno de los fotógrafos se le ocurrió sentarnos frente a frente. Según él era la última foto y tenía que quedar espectacular. Pidió expresamente que nos miráramos y que por ningún motivo apartáramos los ojos.

¿Por qué? porque hoy la vida estaba en mi contra, porque sabiendo lo mal que me ponían esos ojos grises, me obligaba a mirarlos.

–Así, muéstrennos más de esa complicidad.

Me tomé el tiempo para analizar el brillo de su mirada a detalle. Si algo me tenía intranquila era el no poder descubrir lo que ocultaba. Porque no sabía si me miraba con intriga, con duda, con enojo; o si simplemente lo hacía con neutralidad. En contra de las leyes de la gravedad, en definitiva, estos ojos no eran el espejo del alma, así como decía mi madre.

Mi pecho volvió a contraerse con la descarga eléctrica que me recorrió de arriba abajo cuando ejerció más presión sobre mis ojos. Totalmente desconectada, no era capaz ni de escuchar ni de acatar las órdenes que daban a nuestro alrededor; porque así parecía ser cada que le tenía tan cerca. Mi mente se aislaba de mi cuerpo y el que enviaba los impulsos era mi corazón.

Sin lugar a discusión, Alexander Madrigal tenía unos ojos muy bonitos en los que cualquier otro momento me hubiese perdido sin miedo. No solo por el color azul grisáceo que era fascinante, sino también por el brillo misterioso que destilaban. Ese mismo que hacía una invitación abierta a no dejar de verlos, a intentar descifrarlos, a disfrutar de la montaña rusa de emociones que producía en mí. pero no era para nada complaciente tener que perderme en ellos cuando mi parte racional intentaba activar un mecanismo de defensa, como si oliera el peligro.

Decirte AdiósWhere stories live. Discover now