Capítulo 7- Los Miserables

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—Me parece que la lista puede extenderse hasta Londres. Antes de que ella viniera aquí, al parecer, ya había tenido un asunto no concluido con un tal Samuel Raynolds. 

—¿Raynolds? ¿Del ducado de Doncaster?

—El mismo. 

—¿Y aquí? ¿En Calcuta? 

—En Calcuta han sonado muchos nombres, la mayoría disparatados. 

—¿Entre ellos...?

—El respetable y casado Gran Duque de Mecklemburgo. Algunos afirman haber avistado a lady Wood entrar y salir de la residencia del Gran Duque en repetidas ocasiones, especialmente cuando la Gran Duquesa se encontraba de visita entre sus amistades o simplemente ausente.

—Supongo que el tema está causando furor. 

—Ya te lo puedes imaginar —Se hizo una pausa en la conversación—. El señor Dowson me ha dicho que estabas con tu enfermera, ¿está ella descansando?

Jane estaba acostumbrada a parecer invisible. No solo por su labor, sino porque sabía cómo pasar desapercibida. 

—La tienes ahí mismo, en el rincón —dijo Arthur, haciendo una seña con los dedos que provocó un pequeño sobresalto en Jane. 

Los ojos cobalto de Nate recayeron en ella por primera vez. —Pero, ¿qué? Arthur, ¿se puede saber qué hace la doncella de los Grandes Duques de Mecklemburgo haciendo de enfermera para ti? ¿Acaso no mandamos una nota para que su ama de llaves la perdonara? ¿Su ama de llaves no la perdonó, joven?

Jane titubeó. 

—Adolfo me debía una y la señorita Jane está cumpliendo con su deber de ayudarme mientras esté así —contestó el Duque de Wellington por ella. 

—¡Vaya! ¡Pero no era en lo que habíamos quedado! ¿Tan díficil es para ti perdonar a alguien, Arthur? Ya puedo imaginar que la estás usando como modo de distracción a la par de que te lucras con una extraña venganza contra una mujer cuyo único mal fue perder el control sobre una vaca. 

—No me hables de perdón, Nate, cuando tuve que perdonarte que mataras a mi hermana por regalarle un caballo que, a todas luces, ella no era capaz de montar. 

Un silencio sepulcral se abatió sobre la biblioteca, envolviéndola en sombras. Jane apenas pudo contener el nudo en su garganta desde su rincón. Había escuchado que el Gobernador era viudo y que tenía la responsabilidad de cuidar a cuatro hijos. Pero no sabía, hasta ese instante, que la mujer que perdió el Gobernador fuera la hermana del Duque. Esa era la razón por la que ese par, tan opuesta entre sí, eran amigos. Ahora tenía más sentido. 

—Tara y yo fuimos muy felices, Arthur, mucho más de lo que tú lo serás jamás con tu corazón negro —replicó Nate con la voz dolida, y sin más explicaciones ni respuesta alguna, el Gobernador abandonó la biblioteca. 

Arthur se dio cuenta de que Jane lo observaba con esa mirada crítica que tantas veces le dirigía. Reconoció las señales de que estaba emitiendo un juicio sobre su persona: el ceño fruncido, las manos apretadas por encima del delantal y su mirada de bronce llena de indignación. 

—No estoy de humor para sus juicios, Jane. 

—No he dicho nada, Su Excelencia. Pero le recuerdo que esta misma mañana me ha pedido que no sea una sirvienta sumisa y callada, empiezo a confundirme respecto a mis obligaciones con usted. 

—Su trabajo consiste en lo que yo le diga en el momento que lo diga. Si por la mañana me apetece que hable, hablará. Y si por la tarde me apetece que guarde silencio, callará. 

El Diario de una DoncellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora