3: Luciérnagas escondidas

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Debió haber sido evidente para mí, pero en ese momento, atribuí sus reacciones a los nervios que cargaba encima. Todavía me arrepiento de no haberlo notado.

Pero, ¿cómo habría podido sospecharlo? ¡Ella jamás se había comportado de ese modo!

Tan irreverente, tan fuera de control. Tan... desafiante.

Cuando escuchó su nombre, su cuerpo se tensó y caminó hacia el hombre con una mezcla de ansiedad y miedo. La sensación de desorientación se apoderó de ella, como si el suelo debajo de sus pies se estuviera resquebrajando. Sintió aire caliente dentro de su cerebro y una nube de humo escapando de su nariz. Trató de mantener su compostura y sonrió, aunque se sentía mareada y aturdida. Quizás el hombre no notó su malestar en ese momento, pero en caso de haberlo hecho no mostró signos de que eso influyera en su decisión.

Un segundo después los pies de Aldara rozaron el suelo de cristal, y el pánico desapareció. Volvió a ser la misma princesa encantada de siempre.

Mi princesa perfecta.

De sus manos brotaron estelas de luz plateada que se enredaban con sus cabellos. Describía curvas en el suelo y bailaba despidiendo un suave perfume de amapolas. Aldara me confió su alma en ese momento, mientras yo con esmero la guiaba, galopando sobre el viento que se acumulaba para verla danzar.

Su mundo se volvió de ensueño, de nuevo no existía nadie más.

La preciosísima Aldara extendió sus alas formadas por sombras y polvillo, y comenzó a surcar las corrientes de aire que despedía la brisa matutina sin pensar en más nada. En el fondo yo sentía que aquel despliego de magnificiencia era para mí, esa mano invisible que la acompañaba. El único verdadero merecedor de poder verla en ese estado. Su sonrisa me decía que ella también lo sabía, que aunque jamás me hubiera visto me regalaba esos momentos como agradecimiento por velar por su bienestar.

Siempre supe que ella me amaba tanto como yo lo hacía.

Sus movimientos fluidos y precisos llenaban el aire con una magia palpable. Cada paso, cada giro dejaba a todos los presentes cautivados. Sus manos se deslizaban en el aire, trazando líneas invisibles que parecían dibujar la música en el espacio. Su cabello atado en dos largas coletas, flotaba a su alrededor, con un movimiento casi etéreo. Por minutos que parecieron una eternidad perfecta siguió maravillando a los presentes. El hombre dirigiendo el concurso tuvo que sentarse y cubrir uno de sus ojos a modo de respeto, quizás sintiendo que el despliegue de emoción era tan hermoso, tan privado, que estaba irrumpiendo en él.

Una por una las demás muñecas comenzaron a llorar, sus antenas se apagaron al darse cuenta de que jamás llegarían a su altura. De que todo estaba perdido para ellas.

Yo no podía hacer más que hincharme de orgullo mientras con cuidado manejaba sus pasos. Me cercioraba de que no se doblara el tobillo ni cayera contra la luna transparente que tenía bajo sus pies. Me preocupaba por su bienestar físico e interno, y como ella se sentía feliz, yo también lo hacía.

Sonreí.

Entonces sus pupilas se dilataron de nuevo y el compás de su corazón se convirtió en una melodía efervescente. A pesar de que mis dedos seguían provocando sus movimientos, ella había dejado de prestar atención a lo que estaba haciendo. Sus ojos, los únicos órganos que jamás había tenido permitido tocar, se abalanzaban sobre los de alguien más.

Experimenté una sensación de repulsión que amenazaba con desbordarse.

Náuseas.

Una muñeca menuda y simplona la contemplaba desde una esquina, tiritando de ansiedad, envuelta en una capa de lana gruesa. Para mí era poca cosa, incluso algo deforme, un bicho raro y famélico. No tenía gracia, sus dientes chocaban contra sus labios y de seguro era horrenda. ¿Por qué, si no, estaría escondiéndose bajo tanta tela? Estaba toda vestida de amarillo chillón y rojo, los ojos ardían incluso con el mero reflejo de su sombra. No comprendía qué veía mi preciosa muñeca en ese adefesio.

Pero para mi Aldara, ese nuevo descubrimiento era una princesa perdida, una hechicera mítica de hacía cientos de años y una huérfana con poderes mágicos.

Veía en ella miles de pequeñas luciérnagas danzándole entre los dedos y un farol iluminándose cada vez que abría la boca. Sentía una atracción electromagnética cuando la miraba, y no hizo falta pronunciar una palabra para conocer el nombre de quien le había quitado el habla.

Kamaria.

Como la luna que le hablaba cada noche antes de dormir.

Como la estrella más potente en el firmamento.

Y en ese momento el día cegador se transformó en la noche más perfecta que ella podría haber soñado.

Y la peor tortura que habría podido imaginar.

Y la peor tortura que habría podido imaginar

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Alas chamuscadasWhere stories live. Discover now