—No quiero parecer impertinente —dice Aron—, pero ¿Qué coño estás haciendo?

—Lo... lo siento.

Agarro el bolso y lo cuelgo sobre mi hombro. Salgo de la sala sin decir adiós y a mi espalda, escucho unos pasos que me persiguen cada vez con más firmeza y rapidez. No le da tiempo a llamarme, porque antes me giro yo para toparme con él. Ha desaparecido la sonrisa de su cara.

—Te prometo que no sé por qué lo he hecho, Zack —digo, con nerviosismo. Se me entrecorta la voz y rompo a llorar. Él avanza hasta mí y me rodea con los brazos. Me da un beso en la coronilla y me pega a su pecho. Se siente bien—. En cada frase salía mi nombre... No puedo evitar sentirme culpable de todo lo que ha ocurrido. Y aunque sé que no lo soy, el miedo interno a perderos me hace creer lo contrario. Me encantaría acabar con él... que pague por lo que ha hecho, por jugar con nuestra ilusión... y lo digo, me intento convencer de que sería capaz de hacerlo..., pero no estoy siendo sincera conmigo, ni con vosotros. No quiero juicios, ni visitas a abogados. No quiero volver a sentirme juzgada en una sala llena de personas con túnicas y caras de pocos amigos. No quiero verme rodeada de policías, fiscales, jurado y testigos. No quiero volver a ser esa niña que acudía al juzgado llena de moratones, con la esperanza de que le apartaran de los brazos de su padre.

—Ya está, enana... —murmura en mi oído. Me acaricia el pelo una vez más y pongo las manos en su pecho para alejarme de él. Seco las lágrimas con el canto de la mano y él ríe. Lo miro con incredulidad—. Qué fea estás cuando lloras.

—Gracias por cumplir tu palabra desde el primer día.

«Cúbreme las espaldas y te cubriré», era lo que dijiste ¿No?

—Y tú respondiste «así será, enana». Y aquí estamos.

Los demás siguen dentro con la abogada. Lara debería de estar en esta sala de espera donde nos encontramos Zack y yo tomándonos un café aguado de la máquina de cafés, pero no hay ni rastro de ella y llamarla sería un acto inútil, porque no hay cobertura. Zack prueba suerte escribiéndola, pero no le llegan.

—¿Dónde aprendiste a trucar máquinas?

Zack se hace el loco y señala la cámara. Se lleva la mano a los labios y me manda callar. Por un momento caigo en su trama y me callo, incluso, comienzo a temblar, asustada, pero no tardo en darme cuenta de que se está quedando conmigo y le propino un manotazo en el brazo.

—Antes de conoceros a vosotros tenía una vida ¿Sabes? California es ese lugar donde puedes soñar, pero también ser arrastrado por la ola más grande que puedas imaginar —respira profundamente y le da un sorbo al café—. Yo me salvé y por eso estoy aquí, pero hay mucha gente que se quedó por el camino.

—Eso no responde a mi pregunta ¿Quién te enseñó a trucar máquinas? Dudo que lo hicieran tus padres...

—Por nada del mundo me hubieran enseñado, aunque supieran hacerlo. Su reputación podría estar en peligro y ese par de estirados no sería capaz de poner en juego su imagen social a cambio de ver a un crío feliz con un zumo de naranja. Me enseñó un tipo que conocí en la playa. Me había escapado de casa, era menor de edad y mi cara estaba en todos los postes de la luz, comisarías y muros de la ciudad. Gamberradas de un crío que quiere llamar la atención, supongo. La playa era el único lugar donde la gente no buscaba a un menor de edad desaparecido. De noche dormía en una cabina de teléfono cerca del muelle. Tenía puerta y cristales, no pasaba frío. Cada dos días hacía la compra. O sea, robaba en un supermercado diferente al que no podía volver porque ya se habrían quedado con mi cara. Una de esas noches se me acabaron las opciones y me puse a darle patadas a una de las máquinas del muelle. Un tipo que surfeaba —hace una breve pausa y niega con la cabeza—, que se llamaba como yo, me acogió en su casa durante un tiempo. Nos hicimos buenos amigos y me enseñó muchas de las cosas que sé sobre la vida y el... —suspira—, la amistad.

Nosotros Nunca [YA A LA VENTA]Where stories live. Discover now