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Al fin, luego de cinco días más, los viajeros de Dunster divisaron el mítico castillo de Albermale. Era una estructura enorme, imponente, de piedra gris y altas torres. Sin embargo, antes que alivio, y la expectativa de un merecido descanso, tanto los caballeros como las damas sintieron nerviosismo y desazón.

Emma simplemente se asomó a la ventana, sintiéndose un poco desfallecida, añorando una cama y un té caliente.

Aunque el clima había mejorado considerablemente en la segunda parte del viaje, como si retirar a la verdadera lady Dunster fuera un presagio de buen augurio, los carruajes habían recibido mucho daño y los caballos estaban cansados. No fue sino un par de días después que finalmente pudieron acampar en suelo seco; sus ropas estaban todas húmedas, y sus corazones decaídos.

Fueron recibidos un par de leguas antes de la entrada por caballeros de Albermale, que avistaron la caravana con anticipación. Sonaron diferentes campanas de aviso, y un contingente de hombres se acercó para escoltarlos dándoles también la bienvenida.

Tanta deferencia, pensó Emma, pero era comprensible; la que llegaba era la futura lady del castillo.

Sintió que el estómago se le revolvía, y no se debía a su resfriado.

Desde hacía tres días tenía fiebre y escalofríos. Había resistido como había podido, pero ya estaba al límite de su fuerza. Si no recibía cuidado inmediatamente, se desmayaría.

—Bienvenida, lady Dunster, al castillo de Albermale —dijo una mujer de cabellos canosos, alta y erguida, con un vestido demasiado cuidado para el de una criada, pero muy sencillo para el de una dama.

Emma bajó del carruaje ayudada por Maud y Sibyl. La piel le hervía por la fiebre, y seguramente estaba sonrojada. El cabello castaño rubio se le pegaba al cuello por lo sudorosa que estaba.

—Gracias...

—Soy Edith, ama de llaves del castillo de Albermale. A su servicio, mi lady.

—Gracias, Edith. Yo... —en ese momento se tambaleó, y allí estuvieron Maud y Sibyl para sostenerla.

—Mi lady está un poco indispuesta —anunció Maud con voz apremiante—. No queremos parecer irrespetuosas ante el castillo de Albermale, pero...

Inesperadamente, e interrumpiendo a Maud, Edith se acercó a Emma y puso la mano en su frente. La retiró rápidamente al sentir la temperatura, y su aspecto alarmado puso en alerta a todo el mundo.

—Un baño para lady Emma —ordenó, lo que dejó estupefacta a Maud. ¿Un baño? ¿En serio? ¿Iban a matarla? —Elida, llamad a Fatima para que revise a mi lady, dadle los pormenores de su condición. ¿Podríais decir qué aqueja a mi lady?

—Bueno...

—Llovió casi todo el camino —explicó Sibyl en lugar de Maud, que seguía muda de asombro—, y lady... Emma... estuvo largo rato expuesta a la lluvia debido a un... percance que tuvimos en el camino. Ha estado así desde entonces, y no hemos podido darle ninguna medicina que ayude a su estado.

—Oh, pobre, cuánto ha sufrido—. Maud entonces explicó los síntomas de Emma. Fiebre, tos, escalofríos, ahogos... Elida escuchaba atentamente, y cuando por fin todas entraron al castillo, ella corrió hacia algún lugar para llamar a la tal Fatima.

Emma no era la única con esos síntomas. Una de las doncellas y dos caballeros también estaban afiebrados, y todos fueron atendidos con celeridad. Las presentaciones, las deferencias, los juramentos y saludos tuvieron que ser aplazados. Era una calamidad que la novia llegase enferma y con tan malos síntomas. Lo que debió ser una hermosa bienvenida se convirtió en un ir y venir de sirvientes acarreando agua caliente, la búsqueda de hierbas medicinales, sábanas cálidas a pesar del buen clima y demás.

Una falsa damaWhere stories live. Discover now