Capítulo I

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Tiempo atrás...

Dicen que las cosas bellas son, a menudo, las más letales. De apariencia frágil, pero poseedoras de una fuerza oscura latente en el interior. Como capullos de belladona, solo es cuestión de tiempo para verla eclosionar.

Aquella no era la primera vez que Miss Elizabeth Wright ponía un pie en los relucientes pisos de la colosal mansión, pero era la primera vez que lo hacía íntegramente vestida de blanco; un color tan vacío como lleno de significado: inmaculado, como los rosales que decoraban el Gran Salón de la propiedad, puro, como el deseo más hondo de su joven corazón.

Desde que había sido presentada en sociedad, la muchacha había  quedado prendada de Mr. Dominick, el hijo menor de la familia Bradley —favorecidos de la producción carbonífera—, con quien había congeniado de forma  instantánea desde su primer baile. Dos almas afines, de ideas radicales y espíritu rebelde, condenadas a vivir en peligrosa cercanía, anhelando aquello que les fue vedado, antes de que siquiera pudieran darle nombre a un sentimiento tan poco experimentado por ambos.  

Miss Elizabeth, no simpatizaba en absoluto con el concepto de matrimonio de su época y, pese a que Mr. Andrew Bradley (aunque más serio y formal que su fraterno) era objeto de deseo para la mayoría de las jóvenes de su entorno, no era exactamente el tipo de caballero con el que  hubiera preferido pasar la eternidad.  No obstante, había sido él quién había hecho la propuesta formal.

Tal vez con el paso de los años, si la sociedad evolucionaba lo suficiente, el matrimonio podría simbolizar la llave a su atesorada libertad. Había pensado la dama en un dorado instante de cándida ingenuidad.

En la actualidad, durante su caminata al altar, hacia aquel hombre que la miraba con el mismo interés  que una vaca a un bistec, le costaba trabajo recordar aquellos confortantes y alentadores pensamientos.

Inspiró hondo y se recordó así misma que no estaba desesperada por obtener su amor, ni siquiera era tan ingenua como para esperar que el caballero que la había cortejado apenas dos veces y le había dirigido la palabra unas tres, se hubiera enamorado. Si tenía suerte, aquella enrevesada afección llegaría por añadidura con el paso de los años y, si no, era perfectamente capaz de conformarse con una simple querencia, un buen trato y una amistad sincera por parte de su compañero, siempre y cuando pudiera deshacerse de su pesado legado, como la única hija de una familia de renombre londinense en su ocaso de gloria y ganar cierto estatus o identidad social.  

Claro que un matrimonio también implicaba esfuerzo, existían obligaciones ineludibles como futura esposa, pero se dijo así misma que podría asumirlas una vez que se convirtiera en la Señora de la flamante "Whispers House". Después de todo, era joven, inteligente, sana y determinada: un niño o dos, llegarían con facilidad.

Pensar en  la maternidad, mientras desfilaba hacia el altar  envuelta en un opulento vestido de tules y encajes, custodiada por los inquisitoriales y depredadores ojos de la gentry inglesa, le resultaba abochornante. Sus pálidas mejillas estaban más encendidas que la luz de los cirios de los ornamentados candelabros que engalanaban el espacio sacro.  

Aunque era capaz de ignorar a la multitud y a sus mordaces comentarios (varios referentes a la  posición social de su familia, algunos sobre su reputación —construida por quienes habían hecho oído de sus "escandalosos" ideales—, su cuestionable moral; otros pocos a cerca de su exuberante belleza, su físico desarrollado, la calidad de su atuendo, etc.) había un individuo en particular, cuya opinión le pesaba más que el resto.

Aquel  joven, que la observaba desde el otro lado del Salón de pie junto a su hermano, con una mirada azul tan fría como esquirlas de hielo, provocó que su temperatura corporal descendiera. 

Whispers House. El origen del mal. (En Curso) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora