Capítulo 4: Darius

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Darus corría por las largas y desoladas callejuelas de aquella ciudad desconocida. Sostenía con fuerza una lanza, la misma que abrazaba cuando despertó. Era de metal blanco y ligero, y por algún motivo estaba congelada, y dejaba un vaho gélido a su paso. La punta era azulada, y estaba cubierta de una fina escarcha brillante, como las estrellas en el cielo. Darus comprendía la solemnidad del arma que portaba, la terrible responsabilidad que ahora cargaba sobre sus hombros. El nombre de aquella bella obra letal hacía eco en su cabeza, como si fuera un hechizo.
Había algo sagrado en todo ello, pero no podía recordar nada. Su cabeza no tenía más que el nombre de aquella lanza.

Quizá algunos conocimientos exigían un alto precio.

Darus sostenía el arma con firmeza, ignorando el leve escozor en su mano, mientras pensaba en su situación. Ya debía estar muy lejos del Bar Arpón Rojo. No le daba confianza haber tomado conciencia en una callejuela, y que convenientemente haya un único local abierto a menos de diez metros, con clientela, además. Para empeorarlo todo, vio como un sujeto tan grande como un árbol entraba, llevando consigo un báculo que destellaba en las sombras. Darius sintió una vibra extraña y repulsiva de aquella rama retorcida con un cristal en la punta, y emprendió la marcha lejos de allí, revisando detrás cada cierto tiempo, para asegurarse de que no lo seguían.

Siguió el camino sin girar en ninguna intersección, cruzándose de vez en cuando con la guardia de la ciudad, haciendo la ronda nocturna. Iban en pares, ataviados con una armadura completa y largas lanzas delgadas. Ellos lo miraban por el rabillo del ojo, pero apenas y le ponían atención. Darius se envolvió más con su capa de piel, mientras un olor a quemado flotaba desde algún lugar. Las casas estaban envueltas en un largo silencio, y en algunas de ellas, colgaba un cartel sobre la puerta, indicando que clase de cosas vendían o quien vivía dentro.

Así, cruzó frente a una floristería, un artesano de madera, el gremio de músicos, y el “pequeño monasterio”, un edificio de varias plantas que ocupaba casi toda la manzana.
Una luz irrumpió en las tinieblas, cerca del monasterio. Darius avanzó con cautela, listo para huir en sentido contrario. Sus nudillos se marcaron de blanco, aferrado a la lanza congelada. Estaba en mitad de una ciudad desconocida, a las tantas de la madrugada, y una conveniente luz inundaba la calle desde un lugar cercano a un monasterio. Había que estar atento en lugares así. Los monasterios podrían estar llenos de monjes pacifistas que plantan verduras y rezan en silencio, o con monjes más tradicionales y apegados a sus raíces, de los que sacrifican alguna victima ocasional.

Darius se sorprendió al ser capaz de recordar eso.

Al acercarse, notó el inmenso arco de entrada a una catedral, cuya cúpula se perdía en el cielo nocturno, construida enteramente con piedra y cristal. Las escaleras que subían hacia la entrada casi ocupaban la mitad de la calle, la cual se curvaba pronunciadamente. Se relajó cuando notó un mendigo dormido junto a la puerta, cubierto con una tela sucia de apariencia rugosa. Ascendió por las escaleras, y por curiosidad, echó un ojo al atrio. Dentro, una larga hilera de pequeñas llamas flotantes paseaban en la bóveda de la catedral, iluminando las pinturas del techo.

Había héroes de rostros inexpresivos y ropas lujosas luchando contra criaturas oscuras, ataviados con armaduras negras y rojizas. En medio de ellos, la luna brillaba, y alrededor, una larga criatura rojiza y amorfa se deslizaba, mezclándose con la sangre de los caídos. Había zonas negras en la pintura, pues las llamas se acercaban demasiado. Darius bufó, burlándose. Quien sea que puso ese fuego ahí, no se molestó mucho en trazar el hechizo correctamente.

Avanzó entre las largas bancas de madera, cuyas sombras crecían o menguaban según el movimiento de las llamas flotantes. Darius pensó que era un lugar impresionante. Las columnas parecían hechas de mármol, con algunas cadenas plateadas colgando de ellas, igual que los vuelos de un vestido. En cada pared había un cuadro, donde diversas figuras de hombres y mujeres eran representados en poses exageradas. Había serpientes, calaveras y arboles florecientes en el fondo de cada pintura, sin ningún sentido aparente. Incluso una de las pinturas tenía a una mujer con una daga perforándole un pulmón, pero ella lucía inexpresiva.

Crónicas de Tempogreste: MagnaterraWhere stories live. Discover now