Capítulo 2-El hombre metálico

Comenzar desde el principio
                                    

Se llevó el abanico de marfil y plumas blancas frente al rostro y se abanicó un poco. Tenía calor. La estancia, de planta rectangular, parecía un refinado jardín. Un jardín interior cargado de flores blancas, plantas verdes y helechos. Se habían dispuesto por todos los rincones, y también colgaban de las paredes y las columnas. Se reflejaban en los espejos y su perfume flotaba en el aire. Normalmente, Almack's no se preocupaba tanto por la decoración. Pero eso Cassandra no lo sabía. Lo único que percibía Cassandra era el calor del ambiente, la cantidad ingente de personas y sus ostentosos vestidos. Las tres arañas repletas de velas sobre sus cabezas tampoco ayudaban mucho a que el frescor acariciara su piel. 

El parquet resplandecía. Las cristaleras que se alineaban en uno de los largos laterales estaban abiertas para que los invitados pudieran salir a las terrazas iluminadas con farolillos. Los miembros de la orquesta habían dejado sus instrumentos sobre una tarima que quedaba en un extremo y las puertas hacia los salones de refrigerios estaban siempre transitadas. 

Era una visión abrumadora. 

Cassandra apenas había experimentado los bailes informales de Bristol y desconocía por completo tanto Londres como Almack's. Por lo tanto, no lograba comprender la efervescencia que llenaba la sala de baile hasta que un caballero de pelo rubio hizo su entrada. En aquel momento, su comprensión seguía siendo limitada, pero se hizo una idea de la importancia de ese hombre y de la necesidad de los demás de quedar bien frente al mismo. 

Un silencio expectante se extendió por todo el salón, y el calor cedió un poco, lo que le permitió a Cassandra cerrar su abanico y observar detenidamente al recién llegado. Aunque no era lo bastante alta como para ver por encima de las cabezas de los presentes, él destacaba claramente entre la multitud debido a su estatura y eso era suficiente para saciar su curiosidad.

Apenas había captado una visión de sus ojos, pero algo en su intuición le advertía que no era precisamente una persona agradable. En realidad, en su círculo social, eran escasos los hombres que podían ser considerados así. Ese caballero, por más inri, parecía ostentar un aire de soberbia aún más pronunciado que los demás, con la pañoleta blanca bien apretada en el cuello y su mentón elevado. 

Cassandra reflexionó sobre la suerte de que la orquesta aún no hubiera comenzado a tocar ni las parejas a danzar. Si eso hubiera ocurrido, el silencio habría sido aún más evidente y embarazoso. Tuvo que esforzarse para contener la risa. ¿Realmente eran tan excéntricos los miembros de la alta sociedad inglesa? Y, si ese fuera el caso, ¿por qué se sentía tan limitada a unirse a su extravagancia mientras los juzgaba en secreto? ¿Acaso todos actuaban de la misma manera? ¿O estaban todos tan vacíos como aparentaban? A pesar de tener poca experiencia en la vida, no comprendía qué estaba mal en ella como para permitirse tales juicios morales, pero no podía evitar reírse de todos y cada uno de ellos desde lo más profundo de su inocente alma.

―¡Es un placer contar con Su Alteza entre nosotros! ―escuchó decir a la presidenta de Almack's, la respetable y honorable Marquesa de Londonderry. Habría sido imposible no captar sus palabras, y no porque estuviera cerca de ella, sino por la contundencia con que las pronunció, llevando su voz a todos los presentes como si la mención de «Su Alteza» fuera el evento más significativo de esa noche y del resto de sus vidas.

¿"Su Alteza"? ¿Era un Duque acaso? En ocasiones, cuando un Duque era muy próximo a la familia real y poderoso, se le podía nombrar de ese modo. Cassandra no creía que fuera un príncipe; ellos no solían presentarse en esos eventos. Así que, sin quererlo, se le escapó una risita cuando la supuesta «Su Alteza» hizo un asentimiento de cabeza, como si de verdad fuera de la realeza.

Ella intuyó que su risita quedaría ahogada entre los susurros de las damas que la rodeaban, sobre todo porque se encontraba junto a la ventana y, en consecuencia, fuera del alcance de las miradas curiosas. Sin embargo, la realidad resultó diferente. El eco de su risa flotó en el poco aire que entraba por esa ventana cerrada, navegando hasta el corazón mismo del salón, para luego rebotar en los oídos del caballero y de todos los allí presentes. 

El Diario de una CortesanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora