Carta #19

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El es diferente a las demás personas, el es realmente especial. Nació con un propósito, y es que a medida que iba creciendo, en su espalda se iban formando unas preciosas alas imperceptibles a la vista humana.
Inconscientemente consiguió elevarse un par de centímetros, tras un poco de práctica alcanzó unos cuantos metros, pero cuando realmente estaba logrando sostenerse en vuelo, tuvo su primer golpe, y por ende, su primera caída.
Aquel golpe inauguró lo que pronto se convertiría en una larga e interminable lista de derrotas psicológicas que dejaban profundas huellas físicas.
Para cuando lo conocí, ya no tenía alas. La vida, celosa, le arrancó cada una de sus plumas hasta que no quedó nada. Y en los ojos de el se reflejaba todo; las batallas perdidas, el dolor acumulado, la ausencia de esperanza y el miedo a tan siquiera volver a mirar al cielo.
Encariñarse con el fue fácil y con el pasar del tiempo, yo lo quería cada día un poco más. A veces conseguía hacerlo sonreír, y de alguna inexplicable manera, esa me llenaba.
Una fría noche de Diciembre, el se desnudó ante mí y me mostró sus cicatrices. Con lágrimas resbalando por sus ojos, me contó la historia detrás de cada una de ellas, y antes de romper en llanto, me abrazó fuertemente. Ahí fue cuando descubrí que yo también tenía un propósito. Mi propósito era devolverle sus alas. Y a eso me dediqué.
No voy a mentir diciendo que fue un camino recto, al contrario, estaba lleno de engañosas curvas y peligrosas pendientes. Tuvimos un par de recaídas, pero logramos sobrellevar todo.
Tiempo después, los resultados se empezaban a hacer notar. Lentamente, de su espalda salieron alas que se iban llenando de plumas, y yo sí era capaz de verlas. Era algo hermoso, pero aún quedaba un gran obstáculo que superar: el miedo que se la había formado a volar.
Decidimos hacer pequeños intentos con cortas distancias, y a medida que el recuperaba la confianza en sí mismo, aumentamos la altura.
Recuerdo la primera vez que lo vi elevarse. En ese instante, supe que tenía que dejarlo irse, pero la felicidad que sentía al verlo sobrevolando las nubes era mucho mayor que cualquier sentimiento que podría albergar mi corazón.
Hoy en día, frecuentemente recibo sus visitas. A veces se queda toda la noche conmigo, abrigándome con sus alas y al día siguiente compartimos un buen café. Otras veces me insiste en que lo deje llevarme a las alturas y enseñarme el paraíso, pero siempre respondo que no porque tanta belleza en tal magnitud no es apta para una simple mortal.
Yo en realidad estoy bien así, en este mundo hecho un caos, es donde pertenezco. Y soy feliz viéndolo partir y esperando por su próxima venida.

Cartas a un ÁngelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora