Arbeit macht frei

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Sería poco exacto decir que, cuando despertó allí, en medio de la más profunda oscuridad, envuelto en un hedor pastoso y supurante, no recordaba quién era ni cómo había llegado a ese lugar. Tenía un perfecto conocimiento de si mismo, su persona, su historia, sus rasgos faciales. El hecho de no ser capaz de recuperar dicha información en ese momento era algo anecdótico. A fin de cuentas no veía a nadie a su alrededor que fuese a preguntar su nombre.

No empleó ni un mínimo atisbo de energía, ni una gota de tiempo, en intentar recordar, porque no era consciente de haber olvidado. Lo que sí rememoraba con claridad era la firma, eso sí. No qué había firmado, ni a qué le comprometía o con quién, muchos menos cuándo, dónde, cómo o porqué. En sentido estricto sólo visualizaba unas manos, que debieran ser las suyas, estampando una rúbrica, cuyo trazado le resultaba borroso, en un papel. La Firma. Ese evento sí que lo tenía cristalino y luminoso en su mente.

También tenía la certeza absoluta de que había sido muy feliz. Hasta el momento antes de llegar allí, había vivido con una felicidad superlativa, exagerada, casi obscena. No podía asegurar que le hubiesen envidiado por ello, pero tampoco le extrañaría que fuese el caso. Cuál fuese la causa o el medio por el que obtenía semejante regalo anímico tampoco obraba en su conocimiento. No ponía en pie si había formado parte de una pareja dichosa que vivía en un romance perpetuo coronado por una descendencia de cuento de hadas, o, por contra, su opción fue una voluntaria soledad gozosa compartida con una extensa gatería siempre haciendo monerías para entretenerle y colmarle de afecto. Tal vez, pudiera ser, sus días transcurriesen dedicados a ejercer una profesión vocacional de esas que llenan de dicha al trabajador al tiempo que contribuyen a convertir el mundo en un lugar mejor, o lo mismo había sido rey. Tenía que ser alguna de todas las cosas a las que las personas consagramos nuestras existencias en la búsqueda de la alegría, porque en el muro de la absoluta certeza en su felicidad pretérita no existía resquicio o fisura por el que pudiera colarse una duda. Ya se acordaría de más, y si no ¿qué importa?, lo importante es ser feliz. O, en este caso, haberlo sido.

Así pues, allí estaba él, sin saber dónde, sin recordar su nombre ni nada de si mismo, salvo que había sido muy feliz y en un momento dado firmó algo, sin plantearse que estas lagunas tuviesen la más mínima importancia, cuando apareció el otro. El otro que, aunque aquí no nos vayamos a ocupar de ello, sí que disponía de toda la información necesaria y suficiente si mismo. El otro, de pose simiesca, chepa, brazos demasiado largos y piernas cortas encorvadas hacia fuera, ojos pequeños y cercanos en exceso a una nariz ganchuda. El otro, calvo, de boca minúscula y labios carnosos que ocultaban una dentadura hedionda, deficiente en piezas. El otro, bajo la luz de un candil que, al sujetarlo en alto, lo envolvía en una hórrida penumbra que distorsionaba aún más su tenebrosa imagen. El otro, que sacó de su espalda un pico y una pala para arrojarlos a los pies de él antes de hablar con voz de corneta corroída por el óxido, abollada y desafinada.

–Aquí tienes, empieza a cavar una galería de diez metros, en línea recta, a partir de ahí –señaló un punto en la oscuridad que se tornó luminoso para que quedase constancia de la indicación–, cuando termines vuelve para comer.
–¿No me vas a preguntar mi nombre? –fue cuanto se le ocurrió decir a él, anonadado por tan peculiar presentación.
–No –respondió con rotundidad el otro–, y tampoco te voy a decir el mío. Tienes un capazo a tus pies para que vayas echando los escombros. No te preocupes, no lograrás llenarlo.

Estupefacto miró a sus pies y vio el anunciado capazo, aunque él juraría que antes no estaba ahí, que su aparición era correlativa a la indicación de su presencia. Cuando levantó la vista hacia el otro para hacer alguna de las mil preguntas que, ahora sí, se le amontonaban en su pobre entendimiento, había desaparecido.

Primero vino el titubeo. No tenía hambre, con lo que no veía motivo para emprender la dura tarea que, a cambio de comida, le encomendó el otro. Horadar diez metros de galería es una faena demoledora, no la asumiría así como así. Luego, aunque tardó un poco, el sentido común vino en su auxilio para indicarle que terminaría por necesitar comer y en aquel lugar no se vislumbraban muchas fuentes de alimento, ni alternativa al pico y la pala. Bufó. No quería esa tarea. Gritó. Al final, cuando vio que la frustración no desaparecía a pesar de sus intentos de desahogo, comenzó a trabajar.

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