El príncipe agradeció en ese momento que le hubiesen pedido a su hermana que se retirara; así no podía presenciar las oscuras expresiones que componía el rey ni escuchar sus gritos. Cuando vio que el general apenas parpadeaba ante la acusación, Eldric no pudo hacer otra cosa que no fuese admirar su temple.

—Y así es, majestad —estaba diciendo el soldado—. Han pasado años desde que se ha visto a algún yarshenita salir de Eritz. Ninguno ha cruzado la frontera. El tratado sigue en pie.

—Me importa una mierda el tratado. Ese pacto dejó de ser válido desde que ese yarshenita pudo pasearse libre delante de mis narices. ¡En mi reino! ¡En mi propio palacio! —gritó—. ¿Cómo me explicas eso, general?

—No puedo, majestad. Solo puedo aseguraros que ningún yarshenita ha deambulado por esas tierras de nadie desde que el oeste acabó en mis manos.

—Pues está claro que no eres tan infalible como te pensabas, Aldort. Hemos tenido suerte de que no nos haya matado ya a todos.

Aldort no contestó, y Eldric no supo decir si era porque no tenía respuesta o porque veía más prudente mantener la boca cerrada. En ese momento, y para su sorpresa, la reina dio un paso al frente:

—No creo que sea yarshenita.

El rey giró sobre sus talones con tanta violencia que marcó un surco en la pesada alfombra que cubría el camino desde las enormes puertas hasta el mismo trono.

—Hablaba yarshé. ¿Qué otra cosa es si no yarshenita?

La reina no se dejó impresionar.

—Me refiero a que no creo que venga del Bosque de Eritz.

—¿Por qué? ¿Porque no tiene el pelo y los ojos negros? —gruñó con asco.

—No. Porque confío en el general. Si él dice que la frontera sigue intacta y que nadie la ha cruzado, es que es cierto. No podemos ponernos ahora a dudar de todos. La unidad del reino se rompería, nos volvería vulnerables. La Corona debe mantenerse firme.

El rey volvió a gruñir, esta vez algo incomprensible, y reanudó su paseo nervioso, convirtiéndose de nuevo en un animal enjaulado. Se masajeó las sienes y Eldric desvió la mirada hacia las ventanas abiertas, donde el anochecer refrescaba un poco el calor de las calles. Si se concentraba, podía escuchar el murmullo de las risas y la música del Festival. En cambio, volvió a recordar aquel poder antinatural con el que ese hombre había controlado el viento y se le erizó el vello de los brazos. Había sido abrumador, un poder primitivo que se había liberado con la misma fuerza con la que el agua rompía una presa débil. Y para ello solo había necesitado una palabra. Una mísera e insignificante palabra.

Se estremeció. Había escuchado relatos y anécdotas, pero era la primera vez que presenciaba aquello con sus propios ojos.

Por fin, creyó comprender los tormentos del rey. Si un solo hombre era capaz de aquello, no quería ni imaginarse lo que podría hacer todo un pueblo con las mismas habilidades. Lo único que los separaba de los yarshenitas era una tierra baldía, vigilada día y noche por el ejército, y un tratado que en cualquier momento podía romperse. Si los yarshenitas alguna vez quisieran conquistar Alonthae, poco o nada podría hacerles frente.

La impotencia le vació los pulmones como un puñetazo certero en medio del estómago. ¿Qué se suponía que iban a hacer ahora? ¿Cómo podían defenderse de un enemigo que había sido capaz de llegar hasta el mismísimo corazón del reino sin que nadie se percatara de ello? ¿Se podía acaso controlar algo tan intangible como el conocimiento de una lengua? No, imposible. No había forma humana de hacerlo. Y, dado que no se podía limitar, tampoco se podía uno defender.

Hilo de sombras - EN LIBRERÍAS EL 18/04Kde žijí příběhy. Začni objevovat