Capítulo 2

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Durante un largo minuto, el silencio fue lo único que reinó en la sala del trono. Kaadel, frente a la familia real, no perdió detalle de cómo el rostro del rey palidecía para luego enrojecer de pura ira a medida que, palabra por palabra, el mensaje iba haciendo mella en él. Se le hinchó una vena en el cuello y sus labios se convirtieron en una fina y tensa línea.

—¿Es una amenaza? —gruñó, al borde de su asiento. Parecía estar a punto de saltar sobre él para partirle el cuello.

Kaadel, en cambio, no mudó la expresión.

—Una advertencia —corrigió con voz sosegada, sin pasar por alto cómo el general había llevado la mano a la empuñadura de su espada ni cómo el príncipe se tensaba con el mismo nivel de peligro que el anciano soldado. La princesa tenía cara de no estar entendiendo nada, pero la reina había dejado la serenidad por la cautela, como si él se hubiese convertido de pronto en una serpiente lista para atacar en cualquier momento. Alzó las manos y las enseñó despacio, vacías—. No vengo a declararos la guerra, sino a advertiros de ella. Majestad, Sereg sigue vivo, en Argos. Lleva preparándose todo este tiempo para acabar lo que había empezado, y esta vez, si no actuáis a tiempo, ganará.

—¿Por qué he de creerte? —escupió el monarca, aferrándose al trono con tanta fuerza que sus nudillos se habían puesto blancos—. Argos es un desierto sin vida en el que no llueve ni una vez al año. Estuvimos pendientes de que regresara durante años, en vano. Nadie puede sobrevivir tanto tiempo sin comida ni agua.

—Olvidáis quién es Sereg, majestad —replicó él a su vez. Dio un paso hacia delante y Aldort dio otros dos, con varios centímetros del acero de su espada reluciendo a la luz del atardecer. Se detuvo—. Es un yarshenita. Y a menos que le cortéis la lengua, cualquier miembro de ese pueblo puede emplear su poder. Lo sabe todo el mundo.

—Es un conocimiento popular, cierto —concedió la reina, adelantándose a cualquier respuesta que pudiera haber dado el rey.
Con un susurro de telas rozándose entre sí, se puso en pie, sobresaltando no solo a su hijo, sino también al general.

—¡Madre!

—¡Majestad!

La reina hizo caso omiso a las advertencias y bajó los escalones de forma silenciosa para detenerse a menos de tres pasos de Kaadel. Sin importarle ser una cabeza más menuda que él, lo contempló a los ojos; los de ella, azules, los de él, verdes. Gracias a la repentina cercanía, Kaadel pudo divisar varias horquillas de piedras preciosas perdidas entre sus mechones de pelo rubio trenzados con esmero.

—Pero también es de conocimiento popular que no pueden emplear algo que no existe —continuó ella, serena de nuevo—. Y deberías saber, pues es de conocimiento popular, que en Argos todo está muerto y que ahí solo hay sol y arena. Así que repetiré la pregunta que te ha hecho el rey: ¿por qué deberíamos creerte? ¿Por qué no pensar que eres tú la verdadera amenaza que pretende tambalear la paz de Alonthae después de cuatro décadas sin guerra?

En ese momento, la presencia de Aldort se sintió a su espalda y el filo de su arma le acarició el cuello con un susurro gélido. Kaadel levantó la barbilla e intentó retroceder, chocando con la enorme figura que era el general. El arma siguió sus movimientos, convertida en su sombra. Estaba atrapado.

—Majestad, retroceded, por favor —pidió el hombre, y su voz, aunque grave y marcada por los años y la cautela, se escuchó sosegada—. Es peligroso acercarse tanto a un hombre del que se desconoce su identidad, y más aún sus verdaderas intenciones.

Aldort le acercó todavía más la espada al cuello y Kaadel, al tragar, sintió cómo le arañaba la piel. Una mano férrea e inamovible le doblaba un brazo hacia atrás en una posición incómoda que lo obligaba a arquear la espalda. Se tragó una mueca y resistió el impulso de intentar volver la cabeza para ver más de cerca al rumoreado general. La reina, en cambio, sonrió.

Hilo de sombras - EN LIBRERÍAS EL 18/04Donde viven las historias. Descúbrelo ahora