—Tan confiable como siempre, general. Sin embargo, antes de retirarme, quisiera escuchar la respuesta de este hombre.

Miró a Kaadel con expectación, y una nueva presión del filo en su garganta le indicó que tenía que contestar con la espada pegada al cuello. Como pudo, inspiró hondo, intentando centrarse y decidir con qué tipo de información conseguiría hacer que lo escucharan y tomaran en serio sus palabras. La reina parecía interesada, pero el que tenía la última palabra en aquello era el rey, quien no había renunciado a su ceño fruncido y a su postura tensa en ningún momento. Supo entonces que, dijera lo que dijera, o lo acababan echando de ahí a patadas o lo encerraban, y eso solo si el general no recibía la orden de matarlo ahí mismo.

Muy pocas opciones estaban a su favor, por no decir ninguna. Y, aunque confiaba en que podía librarse de Aldort, eso implicaba dar la voz de alarma no solo a todo el reino, sino al propio Sereg, quien podía tener oídos en cualquier parte. No, no podía permitírselo. Si el asunto se aceleraba, el que él estuviera ahí en esos momentos no serviría de nada.

—Tenéis todo el derecho a pensar que soy el enemigo, majestad —murmuró al final. Aldort le aferró el brazo con más fuerza aún, creándole una mueca. La espada, gélida y mortal, le acariciaba la piel con cada palabra, pero se obligó a continuar—: Y es comprensible. Sin embargo, os pido que miréis más allá de mí y penséis a lo grande. El yarshé ya dejó claro en la guerra que es imprevisible. Sereg sigue vivo y Argos ya no es solo un desierto vacío. Es un país. Un país gobernado por Sereg. Yo mismo...

—Basta.

La orden del rey sacudió las paredes pese a no haber alzado la voz en absoluto. Se puso en pie y sus hijos se apresuraron a hacer lo mismo; el príncipe, desconfiado, y la princesa, confundida y asustada. Con grandes zancadas, se colocó junto a la reina y le dedicó a Kaadel una mirada tan gris como gélida, más incluso que el arma que lo tenía inmovilizado. Ahí Kaadel comprendió que no iban a escucharlo, no por las buenas.

—No pienso presenciar más esta tomadura de pelo. Aldort, lle...

Antes de que pudiese acabar su orden, Kaadel pronunció una única palabra:

Amgil.

De pronto, la brisa cálida que entraba por la ventana se convirtió en un vendaval que sacudió las pesadas cortinas de terciopelo y los estandartes que había colgados. La princesa ahogó un grito aterrado y Kaadel, sin darle tiempo al general de reaccionar, dio una segunda orden:

Iesitam.

Acto seguido, el viento se detuvo tan rápido como había surgido, volviendo todo a la calma y creando, por un momento, una sensación de ahogo y asfixia que oprimió a los presentes. Segundos después, la única prueba de que por ahí había pasado una poderosa ráfaga eran las expresiones estupefactas y los peinados deshechos. Durante un largo segundo, nadie reaccionó, hasta que los recuerdos de la guerra impulsaron por sí solos los movimientos del general. Con urgencia, pero también con decisión, le golpeó la parte trasera de las rodillas para hacerlo caer y, con el pomo de la espada, le dio un golpe en la nuca que lo dejó inconsciente antes de que se diera de bruces contra el suelo.

***

Eldric contemplaba a su padre pasearse de un lado a otro de la habitación como si se hubiese convertido de pronto en una bestia enjaulada. Y furiosa. Sobre todo, furiosa.

—¡¿Cómo ha podido llegar hasta aquí sin que nadie se haya dado cuenta?! —bramó el rey por, quizás, novena vez desde que se habían llevado al hombre inconsciente, atado y amordazado, a rastras de ahí. Nadie tenía la respuesta a esa pregunta, y el monarca estaba cada vez más rojo de ira—. ¡Aldort! —espetó de pronto, deteniéndose frente a su viejo compañero de armas con la vena del cuello tan hinchada que parecía a punto de reventar. Lo apuntó con un dedo que temblaba de furia—. Me aseguraste que todo estaba en orden en el oeste —escupió entre dientes, con un gruñido tan profundo que avergonzaría incluso a un oso.

Hilo de sombras - EN LIBRERÍAS EL 18/04Where stories live. Discover now