Nuestro juramento

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—Creo que llegamos temprano —pronuncié en voz alta para que ella nos prestara atención.

La mujer se giró de golpe, abrió más los ojos y se llevó una mano al pecho.

—¡Oh, por la Virgen Santísima! Creí que eras Chavelita.

—Perdóname —le dije y me le acerqué porque en serio se alteró—. Erlinda, te presento a mi amigo Florencio. —Lo señalé.

Florencio avanzó hacia ella y Erlinda le extendió la mano de inmediato.

—Un gusto. ¿Viene usted de la capital?

—De más al norte —respondió Florencio a secas y con una seriedad exagerada. Creo que se sentía incómodo.

Para mi buena suerte después llegaron Celina, Nicolás e Isabel. Pasaron quince minutos más que para mí fueron una eternidad y Amalia no llegaba.

Yo me dispuse a afinar la guitarra en la esquina cerca de la puerta cuando mi estrella entró apresurada y con la falda revuelta. Yo me levanté para alcanzarla.

—Por poco y no me logro zafar —me dijo directo a mí. Respiraba agitada y las gotas de sudor delataron que corrió—. Lázaro está un poco enfermo y mi madre quería que lo cuidara. Le dije que solo saldría una hora. Tengo poco tiempo, lo sé, pero en verdad quería verte. —Su dulce voz hizo que todo lo malo se me olvidara. Aprovecharía esa hora lo más que se pudiera.

—El tiempo que tengas me basta —le susurré cerca de su oído para que solo ella lo escuchara.

—Ya, ya, vamos todos a probar mis chapulines —nos interrumpió Erlinda—, ni los norteños se salvan, ¡eh!

Ese convivio, aunque sin Amalia la mitad de él, lo disfruté. Fue revitalizador volver a experimentar la simpleza de una charla entre amigos. Aunque a Florencio sí lo noté aislado y pensativo.

Lo único que me dolió fue no poder ir a dejar a mi novia a su casa, pero Nicolás se ofreció a acompañarla unas calles por su seguridad.

Regresamos a mi casa pasadas las ocho. La cena ya esperaba. Mis dos hermanos y mis padres estaban sentados en la mesa.

—Esteban. —Mi madre soltó su cuchara y se levantó enseguida—, tu amigo debe estar hambriento. ¿Dónde andaban?

Me quedé mudo porque su pregunta me tomó por sorpresa, pero Florencio fue más ágil, dio un paso al frente e intervino.

—Su hijo me llevó a conocer el pueblo. —Puso una mano sobre su pecho—. Debo reconocer que es muy interesante.

—Sí, lo es. —Mi madre sonrió orgullosa y se adelantó hacia la cocina—. Siéntese en lo que traigo platos.

Ninguno de los dos tenía hambre porque habíamos comido los platillos de las muchachas, ellas se pusieron de acuerdo para presumir sus dotes en la cocina, pero hacerle el desaire a mi madre era inaceptable.

—¿Y qué fue lo que más te gustó del pueblo? —preguntó mi padre a Florencio con una atención inusual en él; incluso dejó de comer—. Dime, ¿cuáles fueron las partes más interesantes?

Los nervios aparecieron y se instalaron en mis dedos que temblaron al sostener el tenedor. Florencio tenía que ser muy convincente si yo quería evitarme un interrogatorio privado en que tal vez confesaría todo si me presionaban de más.

Para mi buena fortuna, un fuerte golpe en la puerta cortó la conversación.

—Ve a abrir —le ordenó mi padre a Sebastián.

Él se levantó a regañadientes y fue a pasos lentos a abrir.

Temía que mi padre retomara la pregunta, pero otro fuerte toque que retumbó nos alertó. Esperamos a conocer la identidad de la persona que llamaba, y me preocupé en serio cuando el que entró fue mi tío Vicente. Por lo pálida de su cara supe que traía malas noticias.

Cuestión de Perspectiva, Él © (Libro 1)Where stories live. Discover now