Maldije el no haberme llevado a Genovevo porque la gente que pasaba a mi lado cuchicheaba y me sentí juzgado. Después de todo era un Quiroga.

Me urgía llegar para ser yo el que le dijera a mi familia lo que acababa de pasar, pero mis pies parecían andar muy lento.

El trayecto a mi casa fue el más largo que había podido recorrer, y cuando una esquina antes me encontré a Filemón, supe que el muy metiche se me adelantó.

Apenas abrí la puerta, mi madre por poco grita y corrió a abrazarme.

—¡Gracias a Dios que estás bien! —Colocó amorosa su mano sobre mi mejilla.

—Mamá... —Quería decirle más, quería contarle todo, pero fui incapaz y me eché a llorar como su niño de cinco años.

—¡Ya pasó! ¡Ya pasó! —me dio consuelo al mismo tiempo que masajeaba mi espalda que se encorvó para que ella pudiera alcanzarme—. Vamos a la cocina, te voy a preparar un té.

Entramos juntos a ese sagrado espacio de creación: su cocina. Era tan celosa con ella, la cuidaba tanto que si nos atrevíamos a ensuciarla nos reprendía. Pasaba horas allí, experimentando con sus especies y sus carnes, con su talento que pasaba desapercibido muchas veces.

Las ollas de barro abundaban, de distintas formas y tamaños, y los aromas cambiaban según los guisos, pero lo que jamás se iba era esa sensación sedante capaz de hacerte olvidar todos tus temores y preocupaciones.

Mi madre preparó una infusión con flores de tila y puso la taza frente a mí en la mesa.

—Tómatelo, te hará bien.

No sé si lo que de verdad me hacía bien era la bebida o el amor con el que la preparaba, pero funcionó. El calor en mi garganta me devolvió la tranquilidad que necesitaba.

—¿Dónde están los demás? —le pregunté porque no vi ni a mis hermanos ni a mi padre.

—No sé. Se salieron después de que vino el File. —La vi dudar, pero tomó valor y lo preguntó—: ¿Es cierto que mataron a Amadeo?

—Sí, yo lo vi. —De nuevo volvió esa imagen del cuerpo y de sus hijos suplicándole que no se muriera; nada se podía hacer al respecto.

—¡Oh!, hijo. —Sus ojos se pusieron cristalinos y me apretó una mano—, pensé lo peor cuando supe que fue en el teatro porque tú andabas por allá.

Aunque lo contemplé, preferí callar la parte en la que Ciro me confrontó unos pocos minutos antes de que su padre fuera abatido.

Me di cuenta de que ella quería hacer más preguntas, pero ya no pudimos continuar hablando porque la puerta principal se abrió y se oyeron varios pasos.

Un par de esos pasos sonó cada vez más cerca, hasta que vi la figura de mi padre parado en el marco de la puerta de la cocina.

—Esteban, ven tantito. —Hizo una seña con sus dedos.

En muy contadas ocasiones presencié que mi madre le riñera a mi padre, pero esa ocasión se plantó firme frente a él y se interpuso entre nosotros.

—Anastasio, está asustado. —De pronto su tono de voz cambió por uno que solo usaba cuando de verdad estaba molesta—. ¡Déjalo en paz!

Mi padre sonrió y le dio un abrazo; esa era su forma de apaciguarla, y sí que le servía.

—Tengo que hablar con él, mujer. —Besó amoroso su frente—. Tú ya vete a descansar o te vas a enfermar.

Cada temporada de frío mi madre caía enferma y pasaba días en cama, así que debíamos mantener las ventanas cerradas lo más que se pudiera. El año anterior estuvo más delicada de lo usual y lo que menos queríamos era verla de nuevo así.

Cuestión de Perspectiva, Él © (Libro 1)Where stories live. Discover now