Capítulo 12

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Cinco días después Anahí ya había encontrado apartamento. Había pagado la fianza y el primer mes de alquiler, así que no tenía razón para quedarse en casa de Alfonso.
Había esperado que Alfonso volviera a casa antes de eso, o que al menos llamara.
Pero no había sido así. Así que haría el equipaje y se trasladaría a su nuevo hogar.
Durante los últimos días se había mantenido en contacto con el señor Worthington, quien le contó que las autoridades ya tenían noticia de la mayor parte de lo que Frank les había contado, y que tenían vigilada la casa donde mantenían secuestrada a su familia. Al principio no estaban seguros de que los miembros de la familia estuvieran retenidos en contra de su voluntad, y habían esperado a saber si Frank los había escondido allí él mismo.
Pero cuando se efectuaron los arrestos, dos de los hombres implicados explicaron que sólo les pagaban por vigilar a la familia, sin decirles el motivo.
La misteriosa línea de comunicación les condujo a un hombre de la Costa Oeste que trabajaba a la sazón en un proyecto similar al de Frank y Anahí. Los cambios de Frank en la fórmula habían permitido que las autoridades pudieran disponer del tiempo suficiente para localizar al autor del plan, pero sin la intervención de Anahí no habrían podido establecer una red de vigilancia.
Frank había engañado a los ladrones con sus artimañas, pero con la información que les estaba dando el hombre de la costa Oeste había estado ajustando la fórmula, buscando la correcta. Sólo habría sido cuestión de tiempo que la encontrara.
El señor Worthington no sabía qué pasaría con Frank. Le someterían a juicio y dadas las pruebas, sin duda lo condenarían. El juez decidiría qué hacer con él después de eso.
Anahí había pensado mucho en la posibilidad de visitarlo, decidiendo al final no hacerlo. Pero le envió una carta, deseándole suerte dadas las circunstancias.
Frank nunca sabría hasta qué punto sus decisiones habían arrastrado consigo toda una cadena de acontecimientos completamente ajenos a él.
Mientras hacía el equipaje, Anahí pensó en cómo las vidas de las personas se afectan entre sí. Le gustaba Frank, y admitía que había hecho lo que creía que debía hacer. Igual que ella. Ahora Anahí tendría que atenerse a las consecuencias de sus decisiones, lo mismo que Frank.
Por fin tuvo todas las cosas cargadas en el coche, y volvió a la casa para hacer una última revisión antes de irse. Gracias a Dios era el día libre de Dorothy. No estaba de humor para dar explicaciones a nadie.
Sin saber como había llegado hasta allí, de pronto se encontró en la puerta del despacho de Alfonso. Nunca había entrado allí. No porque Alfonso se lo hubiera prohibido, sino porque había querido respetar su intimidad. Pero en esta ocasión

quiso saltarse la norma; necesitaba sentir la presencia de Alfonso. Y aquél era el sitio ideal para buscarla.
Entró y miró a su alrededor. Era un cuarto pequeño, acogedor, lleno de estanterías repletas de libros. Había tantas cosas de Afonso allí… Fotos de su infancia, su adolescencia, en la universidad, el día de su primer estreno…
Cogió una escultura de cerámica que durante años había olvidado. La había hecho ella en la clase de manualidades en su época de instituto, y se la había regalado a Afonso por Navidad. Por lo que podía recordar, aquello pretendía ser un perro, como el que él tenía cuando era pequeño; pero apenas se parecía. Nunca había creído que fuera tan feo, pero recordaba muy bien el afecto con que Alfonso le había dado las gracias por él. Tenía la cara torcida y le faltaba una oreja, y su expresión era lo menos parecida a un perro.
Pero él la había guardado todos esos años.
También había allí una fotografía de ella en su graduación del instituto, y otra de los dos en la playa cuando tenía quince años. Su imagen aparecía en casi todas las fotografías de grupo, lo cual no era de extrañar. Siempre le había seguido a todas partes, durante años.
Pero ya no volvería a hacerlo. Él tenía su propia vida. Era el momento de dejarle tranquilo.
Anahí se dio la vuelta para salir de la habitación, pero algo la detuvo. Había algunos papeles sobre la mesa, y se preguntó si sería lo que estaba escribiendo actualmente. La curiosidad pudo con ella y se acercó a la mesa, cogiendo la primera hoja.
A medida que iba leyendo empezó a temblar, hasta que las piernas ya no aguantaron su peso y tuvo que dejarse caer en el sillón. Desde luego lo había escrito Alfonso, eso era evidente. ¿Pero cuándo? ¿Y por qué no se lo había dicho?
«Tenía cinco años cuando la vi por primera vez, pero parecía aún más joven. Estaba llorando y parecía tan desconsolada que tuve que acercarme a ella para preguntarle. Nunca olvidaré la impresión de ver aquellos grandes ojos negros tan tristes; entonces supe que nunca querría volver a ver esa expresión en su rostro. Supe que siempre haría todo lo que estuviera en mi mano para alejar esa tristeza de ella.
A los diez años mi promesa fue inconsciente. Veinte años más tarde me doy cuenta de que es la misma promesa, y esta vez bien consciente. No puedo soportar ver a Any sufriendo, y siempre haré lo que sea necesario para ahuyentar la tristeza de sus ojos.
Vivíamos puerta con puerta, Any y yo, desde que ella tenía cinco años y yo diez. No recuerdo gran cosa de los diez primeros años de mi vida. Estoy seguro de que hice todo lo que acostumbra a hacer un muchacho en ese tiempo. Vivía la vida al momento, estoy seguro. Pero siempre que pienso en mi infancia, Any acude instantáneamente a mi memoria, como si en realidad mi vida hubiera comenzado el día que la encontré en aquella escalera llorando. Nunca olvidaré aquellos grandes ojos negros mirándome fijamente, ni el aspecto que tenía con aquellos rizos negros brillantes enmarcando su cara.

Perdí mi ingenuidad de niño entonces, y nunca lo he echado en falta. No comprendía lo que me pasaba. Me llevó muchos años, y supongo que algo de madurez para comprender del todo lo que Any significa para mí.
Ella era el catalizador que me obligaba a moverme, a crecer, a explorar, a aprender y a luchar. Sí, Any era la causa de las grandes y frecuentes luchas de mi juventud, tanto con ella como con otras personas. Esa chica me hacía perder los nervios a base de bien. Me harté de ella durante esa etapa. ¡Vaya si estaba harto! Y no lo soportaba. O al menos eso creía.
El hecho es que Any era una parte especial de mi vida, tanto como comer, dormir o ir a la escuela. Era parte del aire que respiraba. Sólo que no lo sabía.
Hasta ahora. Veo el dolor en sus ojos y sé que esta vez soy yo quien lo provoca. Yo, el mismo que en su arrogancia, creía saber lo que era mejor para ella.
Me llevó veinte años reconocer que quiero a Any de todas las formas posibles en que puede amarse a una mujer. ¿Por qué pensé que podría convencerla de que ella también me quería del mismo modo?
Sí, lo sé. Si alguien me hubiera preguntado hace seis meses, habría dicho que Any era como una hermana para mí, a veces un latazo, pero siempre adorable. ¿Quién iba a pensar que mis sentimientos seguirían creciendo hasta estallar en un tumulto de emociones? Yo quería protegerla, sí. Pero quería mucho más. Vivir con ella, hacerle el amor, darle muchos hijos, reclamarla de todas las formas en que un hombre puede reclamar a una mujer. Ella era mía. Siempre lo había sido. ¿Es que no se daba cuenta?
Por supuesto que no. ¿Por qué iba a hacerlo? Que yo haya sido tan lento en comprender mis sentimientos no significa que ella deba sentir lo mismo que yo.
La noche en el Plaza fue el mayor error que podía haber cometido. Ahora lo sé. Antes sólo podía imaginarme cómo sería hacer el amor con Any. A partir de esa noche fui consciente de los profundos e imperiosos sentimientos que mi arrogante ignorancia me había impedido reconocer.
Desde entonces he pagado cada día por mis equivocaciones, pasando noches enteras despierto junto a ella, deseando tocarla y sabiendo que si lo hacía perdería el escaso control al que podía aferrarme como tabla de salvación.
La he visto enmudecer a mi lado, dormir inquieta por las noches, sabiendo muy bien que era yo quien había provocado su encierro en esta situación.
Creí que podría enseñarla a quererme como yo quería. ¡Qué gracia! Sólo que ahora me resulta muy difícil ver el humor de la situación. Me merezco lo que siento por haber pensado que podría forzarla a entrar en una situación que yo deseaba permanente mientras trataba de convencerla a ella de que el matrimonio sólo era provisional.
¿Por qué no habré sido más sincero con ella? Todavía intento encontrar la forma de decirle lo que siento. Pero, ¿con qué fin? ¿Que sienta compasión por mí?
No quiero su compasión. Preferiría quedarme con lo que tengo, aunque sólo sea su amistad, que causarle más dolor al ver que no puede darme lo que le pido».
Anahí miró boquiabierta los papeles. ¿Por qué no se lo había dicho?
Sí que lo había hecho, le dijo una voz interior. ¿Cuántas veces le había dicho que la quería? ¿Y cuántas le había demostrado hasta qué punto?

¿Cómo podía haber estado tan ciega? Siempre con esas locas ideas, creyendo estar en posesión de la única verdad. No le quedaba más remedio que admitir que era una mujer Aries muy cabezota, luchando por una causa equivocada.
Ahora se explicaba su extraño comportamiento de las últimas semanas. Ella lo había atribuido a su impaciencia con la situación. Pero ahora sabía que la impaciencia era sólo una de las emociones con las que Alfonso había estado luchando.
La cuestión era: ¿Qué iba a hacer ahora que lo sabía? Miró fijamente las hojas de papel extendidas sobre la mesa. Qué sinsentido, pensó, llevar tres meses casada con un hombre y descubrir que la amaba y quería seguir con ella para siempre. Esas cosas normalmente se decidían antes de llevar a cabo las promesas del matrimonio.
Pero como Alfonso había dicho, nada de lo que Anahí hacía era tradicional. Y a pesar de todo la quería.
Muy bien. Abordaría el problema como hacía con su trabajo en el laboratorio.
Sabía los resultados que buscaba. La cuestión estaba en cómo obtenerlos.
Pero de un modo u otro tendría que demostrarle a Alfonso que su amor por él era tan fuerte como el suyo hacia ella. Y tenía que empezar ahora mismo.

Eran casi las dos de la madrugada cuando el taxi dejó a Alfonso en su calle. Tenía la sensación de no haber dormido en toda la semana que llevaba fuera. Cómo aborrecía esos viajes relámpago cruzando todo el país. No sólo estaba cansado, sino que su cuerpo tenía que acostumbrarse nuevamente al cambio de horario.
La calle estaba vacía, y comprendió que inconscientemente había esperado encontrar a Anahí allí. Una vez más se recordó que Anahí tenía que vivir su propia  vida. Ahora ya no tenía motivo alguno para seguir con él. Sin duda había sido más sencillo para los dos que se fuera durante su ausencia. No habría podido quedarse tan tranquilo viendo cómo hacía las maletas; lo más seguro es que hubiera dado rienda suelta a sus emociones y hubiera terminado por confesarle lo mucho que la necesitaba.
Habría sido una escena muy engorrosa para los dos. No. Todo tenía que ocurrir tal como habían decidido.
Por ahora.
Alfonso había pensado mucho durante su ausencia. Había declinado varias invitaciones para salir por la noche. En una ocasión había visto a Letitia. La pelirroja había estado muy amable, diciendo que se alegraba de verlo, y hasta lo había invitado a cenar una noche, pero Alfonso utilizó la consabida excusa de tener una agenda muy apretada para declinar la oferta.
Ahora sabía lo que iba a hacer respecto a Anahí. El primer paso consistía en dejar que se fuera, darle la sensación de libertad, tal como había decidido. Luego pensaba dedicarse a perseguirla, sin que ningún trato previo pudiera estorbarle ya. Amaba a Anahí y sabía que ella lo amaba a él. Lo único que tenía que hacer era convencerla de que lo quería lo suficiente como para seguir casada con él.

La forma en que Anahí había respondido cuando habían hecho el amor le daba esperanzas. Todas estas noches había revivido en la memoria la última tarde que pasaron juntos, y la agresividad con que Anahí había reaccionado le daba ánimos para intentarlo. La última noche en el aeropuerto había temido mencionarlo por miedo a que ella pensara que la estaba coaccionando para que se quedara.
No, necesitaban estar un tiempo separados, sin ninguna presión.
Alfonso le había dicho que dejara su nueva dirección y número de teléfono si se mudaba antes de su regreso. La llamaría a la mañana siguiente, tal como había prometido. Le propondría una cita para cenar, o cualquier otra cosa. Sería un buen comienzo.
Quizá le comentaría la posibilidad de posponer la separación, durante un tiempo. Ya no tendrían que vivir juntos si ella no quería, pero no había razón para tomar decisiones precipitadas.
Alfonso entró en la casa oscura y dejó la maleta junto a la puerta. Al día siguiente se ocuparía de ella. Por el pasillo empezó a quitarse la ropa, tirándola a su paso.
Entró en el dormitorio. Estaba tan cansado… Nada más poner la cabeza en la almohada se quedó dormido.
El sueño que le había acosado todas las noches de su viaje volvió a repetirse. Anahí y él se encontraban en una isla de los mares del sur, un paraíso tropical donde no había nadie salvo ellos dos.
Veía a Anahí, noche tras noche, nadando tranquilamente entre las olas del agua turquesa, con su pelo y sus ojos negros contrastando con su piel clara.
En uno de los sueños pasaba un tiburón junto a ella. Anahí le gritaba y Afonso corría hacia ella, rescatándola y llevándola a la orilla para tumbarla sobre la arena blanca y resplandeciente, bajo las palmeras.
En otro, un pulpo gigantesco amenazaba a Anahí con sus tentáculos, pero Alfonso volvía a rescatarla.
Esta noche no había ninguna amenaza. Veía a Anahí retozando con la arena, el sol y las olas rizadas. Al final decidía reunirse con ella. Anahí se echaba a reír al verlo y se daba la vuelta, adentrándose en el mar, hasta que Afonso conseguía cogerla. Anahí no paraba de reír mientras él la abrazaba.
—Te quiero, Any.
—Lo sé, Poncho. Eres el mejor amigo del mundo.
—Yo ya no quiero ser tu mejor amigo. ¿Es que no lo entiendes? Quiero ser tu marido. Tu amante.
Anahí se reía alegremente.
—¡Pues claro! Eres todas esas cosas, Afonso. Amigo, marido, amante…
—No me dejes, Anahí.
—¿Cómo podría hacerlo? ¿Y por qué iba a querer hacerlo? ¿No lo entiendes? Te quiero. Te quiero. Yo…

Alfonso se despertó, murmurando la misma frase una y otra vez. Luego se dio media vuelta y volvió a quedarse dormido.
El zumbido del teléfono le despertó horas después.
—¿Diga?
—¡Oh, Poncho, gracias a Dios que has llegado! No sabía si habrías vuelto o no, pero llamaba por si…
Alfonso se incorporó enseguida, cogiendo el auricular con las dos manos.
—¿Any? Any, ¿estás bien? ¿Qué ocurre? ¿Dónde estás?
—Estoy en Florida y…
—¡En Florida! ¿Qué demonios estás haciendo en Florida?
—Por favor, Poncho, no te enfades. Sé que te dije que no volvería a molestarte, pero es que…
—No, no, tranquila. Me alegro de que hayas llamado, de verdad. Iba a llamarte a primera hora de la mañana, pero creo que se me han pegado las sábanas.
Miró el reloj. Eran casi las once.
—¿Qué ocurre, Any?
—Decidí aprovechar los días de descanso para marcharme. Tenía que tomar algunas decisiones, y pensé que me ayudaría estar fuera.
—Es lógico.
—Bueno, cuando llegué aquí reparé en un hombre sentado un par de filas delante de mí en el avión.
—¿Quién es? ¿Lo conoces?
—Creo que no. Supongo que estoy muy nerviosa últimamente. Seguramente no sea nada. No le habría dado importancia si esta mañana no hubiera visto que está hospedado en el mismo hotel que yo. Yo…
—Oye Any, escúchame. Quiero que te quedes donde estás, ¿me oyes? No salgas de tu habitación por ningún motivo. Cogeré el primer avión que salga y llegaré en cuanto pueda.
—No creo que corra un auténtico peligro —dijo Any en tono de duda.
—Yo tampoco. Pero nunca se sabe. Cuando tengas hambre llama al servicio de habitaciones; pero asegúrate de que son ellos antes de abrir la puerta.
Alfonso cogió un bolígrafo de la mesilla.
—Ahora dime dónde estás.
Horas después, Alfonso ya estaba otra vez dentro de un avión, esta vez de camino a Florida. Se recostó en el asiento suspirando. Una vez más acudía a la llamada de Anahí.

Se sonrió. Así que todavía lo necesitaba. Estaba asustada y había recurrido a él.
¡Dios, cómo se alegraba!
Nada más llegar al hotel Alfonso cruzó el inmenso vestíbulo en dirección al mostrador de recepción.
—¿En qué puedo ayudarle, señor?
—Me llamo Alfonso Herrera, y…
—Ah, sí, señor Herrera. Su esposa dijo que esperaba su llegada para esta tarde —dijo el recepcionista, entregándole una tarjeta de seguridad metida en un sobre—. El número de su habitación está en el sobre. Meta la tarjeta en la ranura de la puerta y espere a que aparezca la luz roja. En cuanto parpadee, tiene unos segundos para entrar antes de que vuelva a bloquearse.
—Gracias.
Según el número, la habitación se encontraba en la planta número quince. Al salir del ascensor comprobó que sólo había dos suites en esa planta. Fue a la que marcaba el mismo número, metió la tarjeta y giró el picaporte.
Al entrar se paró en seco ante el esplendor de la habitación. Parecía un decorado de Hollywood. A un lado había un ventanal gigantesco mirando al mar, y al otro una terraza. Los muebles eran de lo más modernos que había salido al mercado, cómodos y lujosos a un tiempo. Las puertas dobles en un extremo llamaron su atención. Al abrirlas descubrió un opulento dormitorio. La terraza se prolongaba por uno de sus lados. ¿Qué demonios hacía Anahí en un sitio como ése? Y por cierto,
¿dónde estaba? ¿No le había ordenado que no saliera? ¿No le había advertido que…?
Oyó un ruido detrás de una puerta. Agua. Quizá estaba en el cuarto de baño.
Encontró a Anahí sumergida en una bañera tan grande que podía albergar a seis personas. El agua burbujeaba suavemente a su alrededor, y la espuma era tanta que no se veía un solo centímetro de su cuerpo.
Estaba tumbada, con la cabeza apoyada en una almohada colocada en uno de los extremos. La única luz la suministraban algunas velas repartidas por la habitación, y los múltiples espejos reflejaban sus llamas hasta el infinito, dando un ambiente completamente surrealista a la habitación.
—Anahí…
Anahí abrió los ojos y le vio en el umbral de la puerta. Sus labios se curvaron en una sonrisa cálida.
—Hola, Poncho.
Afonso no daba crédito a sus ojos. No lograba hacer coincidir el hotelito discreto que había imaginado con aquel despliegue de lujo. Todas las preguntas que se le habían pasado por la cabeza ahora le parecían ridículas. «¿Te encuentras bien?» era una de las primeras. Pero era evidente que se encontraba divinamente. «¿Tienes miedo?» sonaba todavía más ridícula.
—¿Por qué no vienes aquí? —preguntó Anahí.

—¿Qué está pasando aquí?
Afonso abrió los ojos inocentemente.
—Pues que pensé darme un baño mientras te esperaba.
No era la voz de la mujer que le había llamado horas antes por teléfono. Mientras seguía allí de pie mirándola, Anahí se levantó despacio. La espuma resbaló por su cuerpo, revelando sus hombros, sus senos, su cintura, su…
—¡Any!
—Iba a ayudarte a desvestirte.
—Yo, eh, creo que podré hacerlo solo —contestó Afonso turbado.  Anahí volvió a meterse en el baño.
—Lo que tú digas.
¿Qué le pasaba a Anahí? Nunca la había visto tan extraña. Las vacaciones tenían que haberle sentado realmente bien para haber provocado un cambio tan notable en ella.
Estaba realmente seductora, tenía que reconocerlo. Alfonso se quitó la camisa, los pantalones, los calcetines y los calzoncillos y entró en el baño con ella. Por primera vez desde su partida a Los Ángeles podía relajarse completamente.
—¿Por qué me has llamado, Any?
—Porque te necesitaba.
—¿Has vuelto a ver al hombre del avión?
—Claro que no. Me he quedado todo el día en la habitación como me dijiste.
—Pero te ha estado siguiendo, ¿no es así? Anahí reflexionó un momento.
—No lo creo.
—¿Entonces qué fue lo que te asustó? Anahí encontró su mirada.
—Yo nunca he dicho que me asustara. Sólo te dije que había visto a un hombre en el avión y que luego le vi en el hotel. Pero antes de poder decir nada más, tú insististe en que me encerrara aquí y te esperara. Y yo te he obedecido.
Anahí sonrió.
—¿No hago siempre lo que tú me dices?
Mientras hablaba Anahí había empezado a deslizar un pie desde su tobillo hasta la rodilla. Pero Alfonso lo atrapó para que no siquiera adelante.
—Será mejor que me digas qué pasaba con ese hombre para que me hayas llamado esta mañana.
Anahí sonrió abiertamente.

—Creo que estaba de luna de miel y me hizo pensar que nosotros no hemos tenido una. Pero es muy difícil irse uno solo de luna de miel. Me dijiste que te llamara siempre que te necesitara —dijo, deslizando los dedos sensualmente por la pierna de Alfonso—. Y eso he hecho.
—¿Me necesitabas para una luna de miel? —exclamó Alfonso desconcertado.
—Ya sé que lo tradicional es que el novio haga los planes para la luna de miel, pero como tú dijiste que yo nunca hacía nada tradicional, decidí hacerlo yo. Espero que no te haya molestado la idea, pero tuve un impulso repentino y no pude evitarlo. No debes extrañarte, ya sabes lo apasionadas que somos las mujeres Aries —le aseguró mirándole fijamente a los ojos.
—¿Y cuáles son esos planes?
Anahí subió la mano un poco más. Nick había soltado ya su pie y no volvió a hacer ningún esfuerzo para detenerla.
—Me gustaría quedarme en la casa contigo durante las próximas cuarenta y ocho horas aproximadamente, levantándonos de vez en cuando para comer. Me gustaría hacer el amor contigo hasta quedarme dormida, dormir contigo en mis brazos, y despertarme para volver a hacer el amor.
Hizo una pausa, como esperando una respuesta. Pero Alfonso no sabía qué decir.
Estaba boquiabierto, mirándola.
—Después podríamos alquilar un coche y explorar la zona; quizá podríamos ir a Disneylandia, o alquilar un barco. Lo que a ti te apetezca. Quiero tener una luna de miel que podamos contársela a nuestros hijos y nietos con orgullo. Una luna de miel que cada vez que la contemos suene mejor que la anterior.
Mientras hablaba Anahí se había deslizado entre sus brazos, y ahora se anidó contra su cuerpo, apoyando la cabeza en su hombro.
—Creí que ibas a irte de mi casa —dijo Alfonso al cabo de un rato.
—Bueno, y en realidad lo hice. Pero no creo que tenga problemas en recuperar la fianza. En realidad no llegué a instalarme. De hecho casi todas mis cosas están todavía metidas en cajas. Pero he decidido esperar a la vuelta para ocuparme de eso.
Alfonso no podía ignorar la proximidad de Anahí, ni el hecho de que ambos estuvieran desnudos. La envolvió en sus brazos. ¡Dios, qué maravilloso era volver a tenerla! La había echado tanto de menos.
—¿Qué te hizo cambiar de opinión? —preguntó Alfonso después de un largo beso.
—Decidí que si no me tenías a mí en tu vida para animarte un poco ibas a aburrirte mortalmente. Y no quería que eso te pasara.
Alfonso sonrió.
—Siempre consigues sorprenderme, ¿lo sabías?
—Bueno —replicó Anahí modestamente—, tengo mucha práctica, ¿sabes? Todos estos años de entrenamiento no han sido en balde.
—Any…

—¿Humm?
—Te quiero con toda mi alma.
Anahí suspiró, escuchando la voz de la emoción que hasta el momento de leer sus confesiones no había podido oír. A veces las palabras eran tan inapropiadas para expresar los sentimientos de una persona… Ahora se daba cuenta de que sabía lo que tenía que hacer para demostrarle que su amor era correspondido.
—Poncho, nunca habrá otro hombre en mi vida. Tú eres lo que siempre he querido. No quiero renunciar a ti. Te quiero y quiero compartir tu vida.
—¿Lo de los niños lo decías en serio? Anahí se quedó muy quieta.
—No puedo imaginarme teniendo hijos que no fueran tuyos. Pero no sé si ya estoy preparada para tenerlos —murmuró, apoyando la mejilla en la de Alfonso—. Claro que hace seis meses tampoco me creía preparada para casarme, pero me he hecho a la idea bastante pronto.
—Pero acordamos que sería provisional.
—No, no acordamos eso. Lo que decidimos fue vivir día a día y ver cómo iban las cosas. Y yo creo que han ido muy bien, a excepción de cuando tú te disculpaste por haberme hecho el amor.
Anahí se recostó y lo miró a los ojos.
—Por favor, no vuelvas a hacerlo, ¿de acuerdo? Alfonso cerró los ojos, recordando todo el dolor.
—Me sentía como si me estuviera aprovechando de ti. Anahí asintió.
—Si lo que pasó aquella noche es tu idea de aprovecharse de alguien, entonces tienes mi autorización para aprovecharte de mí todo lo que quieras. De hecho, estoy deseando que lo hagas.
Anahí la besó una vez más, esta vez demostrándole fuera de toda duda que no tenía ningún inconveniente en aceptar su sugerencia.
—Si no salimos de aquí enseguida, vamos a ahogarnos —murmuró Alfonso.
Salió de la bañera y se secó rápidamente; después ayudó a Anahí a salir y la envolvió en una toalla. Después la cogió en brazos y entró con ella al dormitorio.
—¿Debería preguntarte adónde vamos, Afonso?
—Cariño, si todavía no conoces mis intenciones después de todos estos años, es que no me conoces tanto como yo creía.
Anahí había estado a punto de cometer el mayor error de su vida al no comprender los sentimientos de Afonso hacia ella. Pero ya nunca volvería a ocurrir.


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