IV.

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Exploraba con insaciable curiosidad la preciosa "maqueta" que se extendía varios kilómetros a mí alrededor. La diminuta ciudad altiplánica era indudablemente bella, y era toda mía.

No tardé en acostumbrarme a mí nueva condición, en la cual el más mínimo de mis movimientos era capaz de generar destrucción y catástrofe. Incluso si trataba de evitarlo, aquello era imposible, las acciones más simples para mí, eran devastadoramente mortíferas para los minúsculos ciudadanos que ante mi presencia se hacinaban apanicados en busca de refugio.

"¿A dónde debería ir primero?", pensé.
Casi de inmediato captó mi atención un conjunto de pequeñas luces moviéndose ordenada y armoniosamente en la negrura nocturna. Esas diminutas cabinas viajando a través de los cables, el mismo transporte que me había traído hasta mi destino. Me dirigí con una emoción casi infantil a las ahora adorablemente pequeñas cabinas del teleférico en movimiento, y de manera torpe arranqué los cables como si de hilos se tratase, apagando su luz. No me hacía falta ver ni escuchar nada para saber que los indefensos pasajeros en el interior estarían gritando desesperadamente mientras yo retorcía los cables alrededor de mis largos y finos dedos. La apariencia de aquellos improvisados anillos embelleciendo mis delicadas manos me fascinaba, ignoraba por completo el terror que estaban experimentando en ese momento los pasajeros, muy seguramente incrédulos de lo que estaban viviendo.

Cerré mis puños provocando al instante la destrucción de las minúsculas cabinas que estallaron en el interior de mis manos, haciéndose añicos y aplastando a mis pequeñas víctimas. El cosquilleo de los metales y el cristal destrozándose era una sensación exquisita. No tardé en notar como algo de sangre fluía entre mis dedos; lo que para mí era poca sangre, seguramente sería en realidad una cantidad escandálosamente abundante. Al abrir mis manos pude apreciar a detalle el macabro espectáculo que ensuciaba mi piel, una escena sacada del mismo infierno, la sangre, las vísceras mezclándose con los restos de lo que alguna vez fue el medio de transporte más moderno de la ciudad.

Pasé mis manos sobre la tela de mi falda tableada negra a fin de deshacerme de esa insignificante suciedad. Miré hacia abajo a ver si algún incauto estaría ahí arriesgando patéticamente su vida en un intento completamente absurdo de apreciar mis encantos. Sin embargo creo que no eran lo suficientemente estúpidos como para hacerlo.

A mi paso aplasté varios automóviles de todo color, gama y modelo. Algunos en movimiento, siendo conducidos a una velocidad desenfrenada. Coches particulares, taxis, minibuses, ninguno era capaz de escapar a mis devastadores pasos que únicamente producían muerte y destrucción. La incomodidad que hace instantes sentía se fue disipando y se había tornado en un extraño gusto al ver hacia abajo y contemplar el inusual paisaje de diminutas multitudes a mis pies, y es que era divertido callar sus patéticos lloriqueos simplemente pasándoles por encima, dejando tras de mí huellas de tristes despojos humanos que ni siquiera me molestaría en voltear a ver.

Pronto descubrí otra interesante forma de diversión. Era obvio que los desafortunados en las calles no eran los únicos, muchos de ellos se habían escondido en las estructuras de los alrededores. Para estas alturas varias casas y edificios cayeron como papel nada más con la vibración de mi caminar, pero al tocar estas débiles construcciones, se desplomaban con la misma facilidad que un castillo de naipes. Era placentero ver cómo caían haciéndose polvo y escombros en cuestión de segundos, pero era aún mejor cuando al arrancar los techos o paredes estas aguantaban lo suficiente como para permitirme descubrir aquellas multitudes ocultas de pequeñas almas que se petrificaban ante mi mirada. Esos pobres ingenuos que creían haber encontrado salvedad en los bloques de hormigón y concreto, que se ocultaban unos detrás de otros de manera tan patética que no pude evitar que una leve risa se me escapase al verlos. Absolutamente nada podía liberarlos del tacto de mis dedos, que para mí era una sensación inigualable, el sentir esos minúsculos cuerpos hacinados retorciéndose e intentado evitarme a toda costa, mientras ellos mismos se agolpaban con brutal violencia, provocándose lesiones producto de su insignificante sentido de supervivencia, luchando como si tuviesen alguna oportunidad de salvar sus inútiles vidas.

Tomé con una mano la mayor cantidad posible de pequeños Y los acerqué a mis ojos para observarlos de cerca. Era impresionante como tantos seres humanos podían caber ahora en la palma de mi mano, el hormigueo de sus movimientos sobre mi piel era tan agradable. Veía entre ellos una gran diversidad de personas de todas las edades: Hombres, mujeres, niños... Cada uno de ellos, con terror en sus expresiones. Algunos se debatían entre saltar de tan descomunal altura para evitar una muerte mucho más dolorosa, mientras que otros simplemente permanecían quietos ante la caricia cálida de mi respiración y mi aliento envolviéndolos. Todas estas almas condenadas tenían una vida, una historia que contar; eran personas que amaban, soñaban, y anhelaban, con días alegres y días grises, con sonrisas y lágrimas, con una infinidad de momentos anecdóticos de toda índole conservados en sus memorias... Y su último recuerdo, lo último que verían sus ojos sería mi sonrojado rostro en expresión vil y serena, a medida que mis dedos los cubrían en oscuridad, deleitándome con el crujido provinente de sus débiles huesos. Cerraba los ojos con placer mientras sentía como mis manos se humedecían en sangre tibia. Movía mis dedos para sentir las minúsculas tripas y órganos masajeando mi piel tersa y fría. Cuando abrí por completo mis manos lógicamente las encontré totalmente manchadas de oscuro carmesí, y un deseo irreflenable me llevó a lamer con avidez mis palmas ensangrentadas, saboreando aquel manjar que tenía un gusto dulce y delicioso, similar a la jalea de frambuesa.

No me había dado cuenta de la presencia de pequeños helicópteros y aviones sobrevolando cerca mío como insectos, hasta que uno de estos rozó mi cabello. No les presté demasiada atención, ya que por el momento me centraba en disfrutar cada gota de sangre, chupando mis dedos. Aquello me despertó aún más el hambre.

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