El escritor de Pagus

1 0 0
                                    

Cada día, Prinquo tenía que escribir un cuento para el arcano de Pagus, Gregátimos, con tal de ayudarlo a dormir. Era un fauno muy alto y delgado, con una cara alargada y una mirada inquisitiva, con lentes de media luna que se resbalaban constantemente por su nariz. Sus cuernos hacían una curva alta sobre su cabeza y bajaban a la altura de sus hombros como una ola. Prinquo era un genio con las palabras y muy hábil con las figuras retóricas. Su pulcritud al terminar un escrito era inigualable y su creatividad era sublime. Al rey le encantaban sus historias y siempre quería más y más, cada vez más largas, con más detalles y explicaciones. Nunca se negó a dar detalles, a responder todas las preguntas del rey, y cada día, antes del anochecer, el escritor ya tenía todo un libro escrito y encuadernado para su señoría. Así fue por mucho mucho tiempo. 

Llegó un día a mediados de otoño en que el escritor estuvo tan absorto en su escrito de aquel día, el capítulo número dos mil trescientos quince, que nunca se percató de que comenzaba a caer una nevada, ni escuchó la alarma de la aldea. Nevó y nevó y nevó muy fuerte, algo muy muy inusual en aquella época del año. Cuando por fin hubo terminado el escrito, el frío le impedía caminar y le costaba respirar. Se sentía en graves problemas. Encendió fuego en la chimenea. Aquel día, mirando por la ventana, definitivamente no le iba a ser posible entregar el escrito, el camino no estaba bloqueado pero no era seguro para su salud, podría morir, se dijo. Durmió sentado en un enorme sillón frente a la chimenea, con varios cobertores encima, repasando el texto que había escrito para ayudarle a dormir. 

Al día siguiente se sentía mucho mejor pero la nevada continuaba. Se percató de que la leña no le era suficiente. Mirando a su alrededor pensó en todas sus opciones, básicamente toda la cabaña estaba hecha de madera. Pensó en el entablado de los escalones, aquella sería su mejor opción. Bien, se dijo, desmantelaré parte de la escalera para poder tener más madera. Así lo hizo, y por un día fue suficiente, pero al siguiente la nevada continuaba y, si desmantelaba completamente la escalera, no le sería posible después subir si necesitaba algo de aquel piso. No era la mejor opción. Pensó, entonces, en aquellos antiguos percheros que ya no le gustaban. Los quemó. Luego, algunas telas viejas y sucias de costales y sacos, las quemó también. Se dio cuenta que el fuego consumía aquellas cosas muy rápidamente.

Llegó un momento en que la nevada parecía no ceder, inclemente, imparable. Ahora el camino estaba bloqueado definitivamente. Bien, la estructura de la cabaña y los vidrios resistían hasta entonces el peso de la nieve, pero no tenía idea si su cabaña estaba ya enterrada en nieve, ni cómo estaría la aldea entera, ¿y el rey?, ¿la corte?, ¿los aldeanos? Estaba seriamente preocupado. Ahora, quedaba quemar un par de muebles viejos y luego seguiría con... sus libros. No podía confiarse, si la nevada continuaba así y no contaba con maderos sueltos, corría el riesgo de no poder clavar un refuerzo sobre las ventanas y la nieve y el frío entrarían a la cabaña. Triste realidad. Las horas que le quedaron de fuego que aún ardía lo suficiente, se dedicó a seleccionar aquellos escritos que deseaba perder. No quería perder ninguno. Todas las historias le parecían tan bellas. ¿Las suyas o las de algún otro?, ¿podría conseguirlos otra vez? Pues ya habiendo apilado una buena torre de libros más o menos de su altura, de aquellos que definitivamente quemaría, escuchó un crujir extraño afuera. El miedo lo invadió. ¿Las ventanas estaban cediendo? Y en ese momento lamentó terriblemente el no haberse dedicado a la arquitectura o algún arte similar, porque estaba a punto de morir enterrado en la nieve, congelado, asfixiado, terriblísimo fin. Pero no. La obscuridad había invadido su cabaña los últimos días pero aquel crujir no era de las ventanas. No era un crujir normal, era, como si alguien tocase la puerta. Se acercó a la puerta y escuchó. Un pico, un pico golpeando la puerta. Puso la mano sobre la madera y pudo sentir un extraño calor que manaba de aquel punto... pudo sentir la humedad de nieve derretida en sus pies, que había pasado por la rendija de la puerta. Nieve derretida... debía de ser un sueño, ya estaba muerto, o... abrió la puerta. Una enorme ave brillante estaba plantada frente a el, era tan grande y alta que ocupaba todo el ancho de la puerta y le llegaba a la cintura. El ave caminó extendiendo sus enormes garras hacia el umbral. Sus plumas eran bellísimas, de hermosos tonos otoñales y brillantes, con amarillo, rojo y naranja por todas partes en irregulares y pequeñas motas. De su pico y debajo de sus alas y su pecho manaba luz y calidez. En su cuello largo y delgado colgaba una nota. Prinquo la leyó "A Prinquo el escritor real. Todos en la aldea estamos resguardados. La nevada durará unas semanas más. Por favor, acompaña al ave al refugio." Refugios... y un fénix, Prinquo suspiró volteando a ver a la enorme pila de libros cerca de la chimenea. Se dió un tiempo para seleccionar algunos libros y salió, con el fénix parado sobre sus cuernos. El ave extendió sus alas protegiéndolo del frío. Lo condujo al refugio empujándolo por los cuernos. Y Prinquo leyó y leyó historias cada día a los faunos del refugio hasta que la tormenta cesó. 

El escritorWhere stories live. Discover now