Parte única

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Baji nunca ha sido un fanático del paisaje costero.

Por más que intente, no encuentra esa belleza que otros sí. Para él, es como un gran cuadro a blanco y negro, carente de vida y expresión, sin muchos tintes, el cielo es azul y el mar, también; la arena es blanca y la espuma de las olas, igual. Es monótono y aburrido, y le hace pensar que el artista que pinta en la plaza del parque pone más empeño en su arte que Dios o quien sea que pintó la playa.

Cuando arriba al pueblo pesquero, si opinión solo empeora. La humedad se cola entre las largas hebras de su pelo y deja una sensación incómoda al tacto. La brisa, aunque leve, trae partículas de arena que se adhieren a sus pestañas. La salinidad del aire deja una sabor horrible en sus labios. Y las gaviotas graznan desagradablemente antes de desaparecer en el horizonte.

Amarra su pelo en una coleta y ruega para que este trabajo sea lo más lejos posible del litoral.

La campanilla suena cuando atraviesa la puerta de la única posada del pueblo. El lugar no es amplio y no necesita serlo, pues en la estancia no hay nadie más que un hombre almorzando en una de las dos mesas circulares disponibles. En una esquina hay un pequeño bar, poco variado y sin nadie atendiendo. La única persona que levanta su vista para él es el joven rubio tras el mostrador.

— Buenas tardes — saluda el recepcionista entusiasmado — Una hermosa vista al mar ¿no crees? — con la cabeza señala el amplio ventanal, desde el cual, se aprecia la playa en todo su esplendor

A medida que se acerca, Baji logra distinguirlo mejor. Es de estatura media y sonrisa brillante. La luz del atardecer ilumina su piel blanca con un tono dorado, dejando que sus ojos resalten más de lo esperado, son grandes y profundos, casi parecen delineados, de un tono azul claro.

Es atractivo, reconoce al instante, pero no le da mayor relevancia.

— Mientras más lejos esté, mejor — opina.

El rubio suelta una risa cordial.

— Debo suponer que no es la belleza del mar lo que te trae por aquí.

Baji asiente, mientras deja la gastada maleta en el suelo y saca unas siete monedas de plata de su bolsillo.

— Estaré una semana como máximo — indica, dejando las monedas en el mostrador.

El joven revisa las monedas y tras confirmar su autenticidad las recoge y guarda. Del primer cajón extrae una llave con un número inscrito en la cabeza.

— Estás de suerte entonces, en cuatro días será el aniversario del pueblo, ya sabes lo que dicen, pueblo pequeño, fiesta grande — le entrega la llave — Segundo piso, número dos.

— Gracias — levanta la maleta del suelo y se dispone a subir las escaleras.

Cuando está por el tercer escalón, vuelve a oír la voz del joven.

— ¡Y la comida es gratis ese día!

— ¡Lo tendré en cuenta! — responde sin regresar la vista.

La segunda planta solo tiene dos habitaciones, y dado que el edificio es de tres pisos, debe haber, en total, no más de cuatro habitaciones, bastante pocas para ser el único hospedaje del pueblo.

El piso está cubierto de tablones de madera que rechinan a cada paso, y las paredes están pintadas de un terracota que potencia el efecto del sol de atardecer. Al cruzar la puerta número dos, se encuentra con una habitación pequeña pero ambientada con esmero. Sobre las paredes cuelgan un par de cuadros pintados con óleo de paisajes submarinos, con coloridos arrecifes de coral y vegetación que nunca había visto. Además de la cama y la cómoda con espejo, hay una silla y una mesa con papel, tinta y pluma. Por la ventana se podía apreciar el final del acantilado y la orilla de la playa siendo acariciada por las olas.

justo como el mar | BajifuyuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora