54. TE HE ECHADO DE MENOS

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Me cubre la boca caliente y áspera y mueve mis caderas con sutiles impulsos, lo justo para levantarme de él mientras guía su masculinidad —también ansiosa— fuera de los pantalones.

Y entonces, con una brutal estocada, entra en mí.

Gimoteo, dando por hecho que, de no ser por la música y el espectáculo de las bailarinas, todo el bar puede oír los sonidos y que todos saben lo que estamos haciendo.

Enrico me tapa la boca. Su lengua explora mis labios mientras aprieta sus caderas y sus manos se apoyan en las mías.

Nos movemos juntos al unísono. Sus empujones son profundos y fuertes.

De pronto, me levanta las caderas y me hace girar para que me siente en su regazo. No tengo idea de cómo lo hace porque no hay mesas ni sillas a la vista, solo los dos contra la pared en el solitario pasillo.

Me embiste de nuevo y mis entrañas
palpitan por la sensación de acercarse y de que él se aleja
momentáneamente.

Abro la boca para preguntar qué está haciendo, pero ya está enterrado dentro de mi calor y mi humedad.

Sus movimientos se vuelven más rápidos, más ásperos, mientras llega hasta las profundidades de mi ser y yo aprieto.

—Todavía no —ordena.

—¡Enrico! —jadeo y me siento al borde del olvido.

La sensación aumenta en mi interior. Mi corazón golpea contra mi caja torácica, mi respiración sale entrecortada al mismo tiempo que una gruesa capa de sudor me cubre la piel.

Me estremezco aferrándome a él con uñas y dientes. Mi chico me agarra de la barbilla y me tira de la cabeza hacia un lado para que quede
frente a él.

—Ahora, princesa —dictamina con su baile implacable—, juntos.

El éxtasis nos toma con una fuerza que terminamos deslizándonos por la pared hasta el suelo.

Por lo que parecen horas, me quedo con la cabeza sobre su pecho, escuchando los latidos de su corazón.

Me parece mentira que hace unos minutos lloraba su ausencia y ahora lo tengo aquí, cubriendo mi cuerpo con el suyo después de hacer el amor con ropa.

—Sí —hablo de buenas a primeras.

—¿Sí qué?

Alzo la vista para sonreír y posteriormente, besarle.

—Te he echado de menos.

—Eso ya lo sabía —declara con su habitual arrogancia y yo pongo los ojos en blanco de forma automática—. ¿Te parece si nos trasladamos a un lugar más cómodo?

—Yo aquí estoy muy bien —me aferro a su abrazo. Finalmente, después de incontables noches en vela, el sueño ha vuelto a mí.

—No lo dudo —me besa la coronilla—, pero prefiero disfrutar de un poco de privacidad con mi chica.

—Vale —me siento tan cansada que no alcanzo a encogerme de hombros. Es como si la ansiedad debido a la espera y la euforia de tenerle hubiese consumido toda mi energía.

—Oye, ¿te estás durmiendo?

—Ujum —murmuro acurrucándome más a su pecho mientras él se las arregla para abrocharse el pantalón y ponerse en pie conmigo en brazos.

—Ahora mismo luces como una niña pequeña.

—Lo que tú digas —comienzo a dibujar círculos con un dedo sobre la piel expuesta por los botones de la camisa desabrochados.

Cierro los ojos inhalando ese aroma que tantas emociones me causa y cuando vuelvo a abrirlos, me encuentro en una habitación muy estilizada a segundos de ser depositada sobre la cama.

—¿Nos damos un baño? —propone besando mi frente a la vez que aparta el cabello de mi rostro.

—Si tú lo preparas, no tengo problema.

—Estamos en plan vago hoy, ¿no? —cuestiona con los brazos en jarras.

—Me has dejado tirada con un montón de trabajo encima —aunque mis palabras son una especie de reclamo, empleo una voz muy pausada debido al agotamiento—. Así que te toca consentirme.

Se va tras un resoplido y regresa un tiempo después, cuando estoy prácticamente dormida.

—Arriba, bella durmiente —me alza en brazos como una pareja de recién casados para luego meternos a ambos en la amplia tina cargada de espuma y esencia de jazmín—. Ahora yo también oleré a ti. Ella...

—¿Sí? —centro mis ojos en los suyos al percibir el tono dubitativo.

—Sabes que no me fui por elección propia, ¿no?

—Por supuesto que lo sé —frunzo el entrecejo—. ¿A qué viene esa pregunta?

—Me han tendido una trampa, princesa —declara algo que ya sé— y me la han hecho buena. Quiero que confíes en mí ciegamente.

—Lo hago —aseguro, consciente de que el momento de las confesiones ha llegado—. Enrico...

—Sé quién fue, Ella —me corta robándome el aliento— y lo voy a machacar. Quien está detrás de todo esto es...

—Dawson —termino por él, dejándolo enmudecido debido a la impresión—. Lo sé.

—¿Cómo y desde cuándo lo sabes? ¿Ella? —insiste ante mi silencio.

Cierro los ojos y absorbo una gran bocanada de aire antes de enfrentarme a los ojos pardos inquisitivos.

—Él me lo dijo —hablo con una voz muy bajita, pero suficiente para que el lance un puñetazo a la pared furioso—. Yo soy la causante de tu desdicha, Enrico. Leonardo Dawson te está usando para llegar a mí.

—Lo mato —sin importarle su desnudez, sale de la bañera directo a la habitación a pasos agigantados—. ¡Voy a matarlo! ¿Cómo te contactó? —pregunta una vez llego hasta él—. ¿Te llamó por teléfono?

—Él... —dudo, sabiendo que no le gustará la respuesta—, me citó en el hotel donde se hospeda.

—¿Y fuiste? —abre los ojos como platos, dejando ver una expresión dolida—. Dime que no fuiste, Stella. Dime que no te expusiste ante él. ¡Dime que no estuviste a su merced sin decirme nada! ¡Habla!

—Sí, lo hice.

En el mismo instante en el que respondo, me siento culpable y estúpida, porque su cara no expresa nada más que dolor y recepción.

—¿Qué has hecho? —se acerca a sacudirme los hombros—. ¿Qué leches has hecho?

Princesa de AceroWhere stories live. Discover now