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—Gracias por todo, preciosa —saludó Edgardo, mientras salía del local.

—De nada, Edu. Nos vemos —respondió ella, sacudiendo la mano, antes de cerrar la puerta.

Tenía el resto de la tarde libre, así que decidió darse una ducha y salir a por un helado. Hacía bastante calor y tenía un libro por la mitad. Lo había tenido por la mitad por, al menos, medio año. El problema era que, en primer lugar, no era una historia que la atrapara demasiado, en segundo, nunca se hacía del tiempo para leerlo.

Saludó a Nair, su jefa, y caminó hasta su casa, que quedaba bastante cerca. Había olvidado lo desordenada que la había dejado al salir, se dijo. Suspiró y dedicó un rato a acomodar almohadones y prendas de vestir. Dolores vivía en un mono-ambiente que amaba con locura, pues tenía un amplio balcón que había llenado de plantas. Le gustaba mucho la jardinería, al igual que la decoración, y solía pasar tardes enteras reacomodando los muebles de su humilde departamento.

Tomó un par de verduras de la heladera y la cortó en trocitos. La acomodó en un platito, salió al balcón y lo acomodó en el suelo, para que su coneja comiera. Eran ya las siete de la tarde.

Se apuró a ducharse y cerró de nuevo la puerta del balcón, para que su conejita no entrara y se comiera sus muebles.

El clima estaba pesado y caluroso, aún de noche. Se vistió con una falda hasta el suelo, con un gran tajo en una pierna, y con una remera corta, que dejaba su chato estómago a la vista. No solía usar sostén, pues no tenía pechos grandes. De hecho, casi no tenía pechos, tampoco un trasero prominente. Lo único voluptuoso de su cuerpo eran sus labios, que siempre pintaba, para resaltarlos.

Así lo hizo, maquillándolos de un rosa fuerte. Se calzó una capelina y los lentes de sol, y salió del departamento con su bandolera.

Luego de comprarse un helado, en la heladería de la esquina, e intentar seguir el libro que le habían regalado —y fallar en el intento—, volvió a su departamento.

No entró en seguida. Se sentó en los escalones de la entrada y se quedó observando lo que acontecía en la casa de enfrente. La casa tenía un paredón y un terreno muy grande al otro lado. En una rama alta de un gran roble, un gatito observaba curioso al camión de bomberos, a los bomberos mismos y a, aparentemente, su dueña. Ésta lo llamaba a los gritos, mientras que los trabajadores voluntarios acomodaban la escalera.

Todo aquello era bastante gracioso, pues cada vez que se acercaban al animalito, él se corría para la punta contraria del árbol.

—¿No es terrible? —le preguntó el portero, que surgió de la entrada a sus espaldas—. Hace cuatro días que está ahí arriba, el pobre animal.

Lola seguía comiendo su helado y observando atentamente. Cuando sacaron la manguera, se asustó un poco por la criatura, pero eventualmente lograron guiarlo con el agua hasta abajo.

Sonrió al reconocer al bombero más joven del trio. Cuando éste notó que estaba ahí, ella lo saludó con la mano y le arrojó un beso. El muchacho, de pelo castaño rojizo y una barba de tres días, se sonrojó y sonrió nervioso.

No creía que lo fuera a hacer, pero, para su sorpresa, el desconocido miró a ambos lados y cruzó la calle, hacia ella.

Bajo la pielWhere stories live. Discover now