Un vampiro agonioso

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Carmen no apareció aquella noche, ni la siguiente ni las demás y Antonio no sabía cómo encontrar a aquella sevillana que le había robado su mortificado corazón. Aunque bien pensando, no sabía ni siquiera si era de Sevilla, Granada o del Polo Norteo porque no le había dicho ni mu.Había obligado a su aquelarre a quedarse más días cerca de aquel destartalado pueblucho mortal, solo para tener más tiempo de volver a encontrarse con ella. Por supuesto no les dijo la verdad y tampoco la pedían, él era su maestro vampiro y debían obedecerlo. Aunque más de uno se extrañó por el cambio de plan de su jefe, pues Antonio nunca quería estar más de un par de semanas en un mismo lugar.

Así lo prefería él, que estuvieran calladitos y no le molestaran. Ya tenía bastante con no salir corriendo de su ataúd por la mañana, en una carrera loca en busca de la fugaz luz de Carmen. Esperaba que aquella calma inusitada entre los suyos siguiera hasta que la encontrara. Aunque, ¿qué pasaría cuando estuviera con ella?

Su instinto le gritaba que debía volver a sus cabales y marchar de aquel lugar, que aquellas tierras llenas de polvo iban a darle muchos quebraderos de cabeza. Aun así, Antonio sentía a su vez que necesitaba como la misma sangre volver a ver a Carmen y poder abrazarla hasta que sus brazos se quedaran sin fuerza.

Y ahí estaba, en su caravana, caminando de un lado a otro pensando en cómo poder localizar a aquella hermosa mujer que le había cautivado con su baile. Hacía algunas horas que había vuelto de su paseo nocturno, esperando encontrarla por las calles polvorientas del pueblo. Con discreción - pues no quería llamar la atención ante el resto de mortales - no había dejado de preguntar por ella atreviéndose incluso a hacerlo a las pocas mujeres que veía por la calle. Pero nada, era imposible de localizar. Carmen parecía no existir, ser una creación delirante de su mente enferma.

Salió del carromato con el ánimo por los suelos. Fuera, con la luz de la luna como testigo, los suyos bailaban y cantaban alrededor de la fogata ajenos a la tristeza de su amo. Antonio suspiró y elevó el rostro hacia las estrellas, recordándole con amargor los minutos compartidos con Carmen. ¿Por qué todo le recordaba a ella?

—Antonio, sar san?

La voz interrogativa hizo que saliera de sus pensamientos. Bajo la cabeza y se encontró con los ojos grises de José, uno de los pocos vampiros de su grupo al que podía llamar amigo. Hacía poco menos de dos décadas que le había convertido y era el único del buen puñado que eran, que se adaptaba a los cambios de su alrededor con rapidez.

—Estoy bien, amigo. - contestó intentando sonreír.

—No puedes engañarme, se te ve más pálido de lo normal y eso que ya lo somos de por sí.

Antonio dejó ir una risotada y le palmeó la rodilla. El muchacho sonreía por su ocurrencia mientras le miraba reír.

—Anda, anda, siempre con tus tonterías.

—Ahora en serio, maestro. Llevabas todas las noches saliendo fuera del campamento. Vuelves casi al despuntar el alba y no tiene pinta de que hayas tomado ni una gota de sangre durante días. —Le miró de arriba a abajo, como si así le diera más énfasis a sus palabras—. Y también está el asunto de que no has querido retomar nuestro viaje...

Antonio tragó saliva. Ya le parecía extraño que no saliera el tema después de tantos días.

—Tengo mis razones, José, tengo mis razones...

Los dos se miraron, mientras los demás cantaban y daban gritos de alegría. Sonaba alguna pandereta alegre y alguno había desempolvado la guitarra para darle más vida a la pequeña fiesta. Los ojos de José refulgieron.

—Es una mujer. Una paya.

No era una pregunta, ni tampoco una acusación. Antonio no se atrevió a decir ni una palabra, avergonzado de que el más joven de los suyos le hubiera tomado el número tan pronto.

Pasión a mordiscosWhere stories live. Discover now