El Tiempo en sus manos ©

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Isla de Hokkaido (Japón), 1477

    El cielo oscureció muy pronto debido al invierno que asolaba el Camino del Mar del Norte, nombre por el que los ainu conocían a la isla de Hokkaido, el pueblo al que la bruja Hakkiri pertenecía desde su nacimiento, hacía ya más de tres siglos. La oscuridad selló la entrada a la cueva que servía de refugio a la bruja, aislándola del mundo y estrechando las puertas situadas entre el Cielo y el Infierno, creando así un nuevo universo en su morada fría, desnuda de todo ornamento y destinada a dejar surgir nuevos acontecimientos y sabiduría.

    Hakkiri se miró en el espejo y vio reflejada su alegría y su tormento por los años de vida en los que tuvo conocimiento de tantas cosas que no debía conocer como mortal, pero sí como bruja, retando al tiempo y a la historia. Su cara, plena de juventud pese a los cientos de años transcurridos, seguía desafiando al tiempo, y su largo cabello negro flotaba en una bruma desconocida que se extendía por las paredes de la cueva, por todos y cada uno de sus rincones, absorbiendo la esencia de todo ser vivo que hallaba a su paso, por muy pequeño que fuera.

     La bruja se concentró y cerró los ojos. Lanzó al cielo un conjuro y sus pies comenzaron a despegarse del suelo, elevándose cada vez más y más, provocando que su oscuro cabello se meciera ondulante en el espacio cual Medusa entre tinieblas, serpenteando y acariciando su cara y hombros. Toda ella flotaba en el espacio. Su ropa se enredaba entre las piernas y los brazos, fundiéndose con todo su cuerpo y haciendo que se mezclara con la esencia del aire, uniéndose a éste como si ambos fueran un solo ser viajando en el espacio. De las frías paredes de piedra se filtraba un humo blanco, espeso: los espíritus de la isla se manifestaban, los muertos en innumerables batallas.

     Hakkiri abrió los ojos y su mente se trasladó diez años atrás, cuando la guerra Ônin comenzaba a enfrentar a los clanes por una lucha de poder sin sentido. Observó el futuro en ese instante, y supo que se avecinaban largos tiempos de destrucción, hambre y sequía; de carencias físicas y emocionales. Ya nada sería lo mismo para su país y se sintió triste, aletargada, débil y confusa.

     «La lucha comienza», pensó, «es un camino sin retorno. Estúpidos humanos que no saben a lo que se enfrentan. Esta guerra enemistará a hermanos, amigos y conocidos y todo cuanto habéis conocido hasta ahora desaparecerá, a menos que conservéis un poco de la cordura con la que os dotaron al nacer».

     El espejo le mostró su imagen eterna, sus mejillas sonrosadas, sus ojos negros y rasgados semejantes al filo de una espada y su piel tersa como la de una adolescente; sus pequeños pies seguían una danza sin fin en el aire que rodeaba la cueva. Un suspiro escapó de sus labios y abrió los brazos para invocar a sus hermanas del inframundo, sus antecesoras, maestras en las artes ocultas. El cristal pareció quebrarse y de su superficie surgió un humo rojo que la envolvió de pies a cabeza: ellas estaban allí. Habían escuchado su llamada.

     Yuki, la bruja del invierno, se materializó en la estancia sacudiendo con furia su largo cabello blanco desprendiéndose de la nieve que siempre la acompañaba. Taiyô, el Sol, anunció su presencia con su fuego amenazador calentando la cueva fría y dándole calidez. No acudió nadie más, pero era suficiente para convocar una reunión urgente entre las diosas del Infierno para discutir un tema importante para el destino del Imperio.

    Yuki habló la primera. Su rango, en la jerarquía de las Majo —las brujas de Hokkaido—, le otorgaba el derecho a hacerlo.

     —Interrumpir mi sueño es algo que no deberías hacer —dijo dirigiéndose a quien la había convocado—. ¿Qué ocurre para que hayas osado hacerlo?

    Hakkiri se estremeció ante la furia contenida que destilaban las palabras de su hermana. Sin amedrentarse respondió a ellas.

    —Hermana, se avecinan tiempos difíciles. El shogun vino a visitarme hace dos días.

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⏰ Última actualización: Jan 31 ⏰

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