El interludio

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Las vistas desde las almenas del castillo es bellísima: el pequeño pueblo debajo parece estar siendo comido por el bosque que lo rodea, mientras los campos de cultivo, unos kilómetros más adelante, no hacen sino acentuar más lo escarpado de las montañas. Es un pequeño reino, en el vasto mundo, que vive en paz. Rose quiere creer en la paz de la otra vida, como creyó en fantasías durante su humanidad; es lo único, lo único con lo que el alma puede vivir, convivir. Fantasías.

Lo sabe porque lo ha leído. Lo sabe porque lo ve. Lo sabe porque lo siente.

Las fantasías, el ansia por hacerlas realidad, es lo que mantiene en pie a las milenarias criaturas de la noche. La realidad, con su fría practicidad, no lleva sino a la locura o al suicidio. Por eso, aunque sus tíos le han pedido olvidar el incidente de días atrás, ella sigue dando vueltas al pequeño espectáculo una y otra vez. Viktor empieza a hartarse de ello.

—Vamos a obviar el hecho de que me has llamado —la boca de Armand es como una escopeta, todo sale de ahí con fuerza. A Rose le gusta, es divertido e irónico.

—¿Tú sabes lo que pasó, verdad? —¿A quién más le contaría Louis algo? Armand es la única persona que conoce la maldad en el corazón del tío Louis sin la máscara del romanticismo que le imprime el tío Lestat.

—Algo escuché, y vi.

—Entonces sabes que quiero preguntar.

Las ondas en el cabello de Armand se mecen con el aire. De pie, entre la piedra antigua, sus finos rasgos son aún más deliciosos; todos lo comparan con un querubín, pero Rose diría que es más bien un joven dios en los delicados papeles de arroz de los orientales, con todo y los ojos que acobardan, esperando el momento para convertirse en una bestia mítica.

—Ya pasó antes. Algunos han visto su fantasma en Nueva Orleans un par de veces. Incluso se les ha aparecido en visiones —una sonrisa sarcástica escapa de los suaves labios llenos—. Pero ¿no nos haría eso unos creyentes devotos de un más allá que nos rechaza? No importa si es o no es, importa lo que cree la gente que la ve, o que se la encuentra.

—Si ella supiera que se ve como Claudia.

—¿Qué vas a hacer? ¿Convertirla para hacerlos sentir mejor? —es patético y lo sabe; que te lo evidencie una consciencia con siglos encima, es aún más humillante—. Evítanos a todos tener que huir de aquí.

Así como en vida, Rose está clavando sus uñas en la parte interna de sus manos, la esquina de sus uñas ha hecho brotar sangre. Sus pensamientos vuelven al inicio, ¿por qué los dos parecen evitarse? ¿Por qué cuidar de alguien que nunca los verá como algo más que monstruos? Ahora o entonces, ninguno le preguntó a ella que quería.

Armand la mira. Sigue sonriendo. Da la vuelta y comienza a caminar. Mientras más se aleja, Rose más se ve invadida por fracciones de pensamientos. Louis llorando, Louis hablando, Louis caminando, Louis bebiendo, Louis jugando, Louis besando y Louis amando. Louis feliz. Louis sin Lestat en los lejanos días en que hizo de Armand su compañero predilecto. Luego, descubre que hay otro tipo de felicidad, la felicidad que Armand percibe cuando Louis se encuentra a Lestat, no en los salones enjoyados, sino en los jardines, entre los pilares, bajo las notas ausentes de los sauces y los gatos.

Su felicidad con Viktor es parecida. El amor adolescente que cree en poder sobrevivir a todo, sin medir consecuencias. Louis ama a todos por experiencia, pero a Lestat y a Claudia los ama por decisión, como un suicidio bien planificado.

Si el verdugo nunca toma el hacha, la agonía —el placer— puede ser extendida ad infinitum.

Tiene ganas de llorar. Antes de que las lágrimas bajen por su mejilla, un largo y frío dedo las atrapa. Es Lestat.

Rosa de tu JardínWo Geschichten leben. Entdecke jetzt