Asesinato en el campus (Castigo de Dios)

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                                                                      CAPÍTULO 1



Peter abrió los ojos y se enfrentó a la oscuridad con una inquietante sensación de peligro. La cabeza le retumbaba y una gota caliente y espesa se deslizó por su frente hasta rozarle los labios. Se trataba de su propia sangre, que manaba de una herida abierta en la frente.
—¿Dónde estoy? —dijo en voz baja, solo para comprobar que aún podía hablar.
Peter se incorporó mareado y sus ojos se fueron adaptando a la oscuridad. Le dolían los antebrazos y al frotárselos descubrió asombrado cinco cicatrices alargadas que surcaban cada muñeca de lado a lado. Parecían muy recientes aunque no recordaba cómo se las había hecho. Toda su ropa, desde la camisa negra hasta los zapatos, estaba empapada.
Peter miró a su alrededor. Se encontraba tendido en la cama de una habitación desconocida aunque vagamente familiar. No sabía qué hacía allí ni se acordaba de cómo había llegado. La estancia era austera y el mobiliario anticuado, a excepción de una televisión de plasma y un reproductor de DVD, que parecían fuera de lugar en aquel ambiente decadente. En general, el lugar tenía el aspecto de una habitación de motel barato de carretera. La puerta a su izquierda permanecía entreabierta y permitía ver un baño vestido con baldosas gastadas. Al otro lado estaba la puerta principal, la que probablemente daría al pasillo y, en alguna parte, a la salida.
Peter se incorporó haciendo un esfuerzo y se dirigió hacia allí. Se sentía débil y la sensación de peligro no le había abandonado. Quería salir de aquella habitación cuanto antes.
Intentó abrir la puerta pero estaba cerrada con llave. Entonces, pegó el oído a la madera pero no logró escuchar nada. Estaba a punto de aporrear la puerta cuando algo llamó su atención en una esquina de la habitación, junto al techo. Había una cámara de vídeo que enfocaba hacia la cama y al cuarto de baño. Estaba apagada.
Peter se acercó al reproductor con un presentimiento inquietante. En su interior había un DVD sin ninguna etiqueta. Casi sin controlar sus movimientos, cogió el mando y pulsó el botón de reproducción. Al instante, el televisor mostró la imagen de la habitación en la que se encontraba encerrado. Un hombre alto y de pelo oscuro paseaba nervioso, de espaldas a la cámara.
Al reconocerle, se le hizo un nudo en el estómago. Aquel hombre era el propio Peter. Llevaba un traje negro de sacerdote, rematado por un alzacuello blanco, el mismo que vestía empapado en aquel instante. En realidad, eso no era algo anormal, ya que Peter Jessy Sifo era sacerdote y profesor de Medicina de la prestigiosa Universidad Católica de Coldshire.
Pero Peter se sintió muy extraño al verse a sí mismo en aquella imagen.
El Peter del televisor cerró la puerta con llave y se dirigió al otro extremo de la habitación. A continuación, guardó las llaves junto con un sobre en el primer cajón de la mesilla.
Peter paró inmediatamente el vídeo y abrió aquel cajón. Un llavero con dos llaves se hallaban en el fondo, pero no había ni rastro del sobre. Peter cogió las llaves y se dirigió hacia la puerta. La herida de la cabeza aún sangraba y sentía que debía abandonar urgentemente aquel lugar, pero su propia imagen congelada en la pantalla le hizo detenerse. Peter se apoyó en la cama y volvió a pulsar el botón de reproducción.
De nuevo se vio a sí mismo paseando nervioso de un lado a otro y hablando solo. En una mano portaba su agenda roja, y en la otra, un objeto metálico que no llegó a distinguir. En un momento dado, el Peter del televisor tuvo una arcada y pareció que iba a vomitar, pero se recuperó. Después entró en el baño y se quedó quieto. La bañera parecía estar llena de agua turbia, aunque no se podía apreciar correctamente. A continuación, aquella réplica de sí mismo se santiguó, dejó la agenda sobre el borde de la bañera y se metió completamente vestido en el agua.
Peter palpó sus ropas mojadas como en un sueño, incapaz de separar su mirada del televisor. Se sentía desconcertado al contemplarse a sí mismo realizando acciones que ni siquiera recordaba.
La siguiente escena le dejó helado; simplemente aquello era imposible.
El objeto metálico que había visto antes era un estilete quirúrgico. El Peter de la pantalla se santiguó nuevamente, y a continuación, se hizo una incisión profunda en cada muñeca. La sangre empezó a manar de las heridas, tiñendo de rojo la bañera. Mientras se desangraba, aquel hombre idéntico a él comenzó a repetir una extraña letanía, como si estuviese rezando.
El padre Peter apartó la vista del televisor y vomitó en el suelo. Cuando se hubo recuperado, se levantó las mangas de la camisa y se persignó. Ahora conocía el origen de aquellas cicatrices finas y rectas que recorrían sus brazos.
En medio de aquel horror, fue consciente de algo que no llegaba a encajar del todo en aquella escena. Tenía cinco cicatrices en cada antebrazo, pero acababa de ver con sus propios ojos cómo se había hecho un único corte por cada muñeca.
Además, si su ropa estaba aún mojada, los cortes tendrían que haberse producido hacía poco tiempo. Pero sus heridas estaban casi cicatrizadas, como si fuesen de hacía semanas.
Su mente analítica trató de abrirse paso entre la maraña de confusión, pero un grito procedente del televisor cortó sus pensamientos y devolvió su atención a la pantalla. El Peter de la imagen miraba a la cámara fijamente y la apuntaba con el índice, mientras la sangre de las heridas resbalaba por sus brazos.
—¡Es una trampa! —gritó con los ojos desorbitados.
Después cogió la libreta roja del brazo de la bañera, y comenzó a pasar las hojas como un poseso mientras balbuceaba algo incomprensible.
El padre Peter subió el volumen de la televisión, pero el sonido era de muy baja calidad y solo logró entender una palabra repetida en varias ocasiones: «Black».
Entonces, el Peter del televisor comenzó a escribir en la agenda con manos temblorosas. Pero la libreta se le escapó y cayó al suelo en medio de un charco de sangre y agua. Trató de recuperarla en un desesperado intento, pero las fuerzas le fallaron y se golpeó la frente contra el borde de la bañera perdiendo el conocimiento. Su cuerpo cedió y se fue hundiendo en el agua rojiza hasta desaparecer.
La pantalla mostró la misma imagen fija durante tres minutos, en los que el padre Peter no apartó la vista ni un segundo. Su alter ego al otro lado del plasma no volvió a emerger del agua. Finalmente, la grabación se paró, y una niebla gris, acompañada de un zumbido lo cubrió todo.
El padre Peter se tocó la frente ensangrentada, allí donde se había golpeado con la bañera. Esa herida no había cicatrizado milagrosamente como las de la muñeca, sino que seguía abierta y estaba cubierta de restos de sangre coagulada. Y lo que era mucho más importante e inquietante: ¿por qué no estaba muerto?
Peter trataba de entender, sin conseguirlo, lo que acaba de ver. Aparentemente había intentado suicidarse cortándose las venas, aunque desconocía el motivo. No sabía cómo había llegado a aquel lugar y su último recuerdo nítido era del día anterior, o eso creía. Había salido de la reunión del consejo de la universidad, en la que había sido elegido para conducir el discurso inaugural. Era una calurosa tarde de finales de agosto y había decidido regresar a casa dando un paseo por el parque. Al llegar, se había tumbado un rato en el sofá frente a la televisión y había cerrado los ojos. No tenía intención de dormir, pero había trabajado intensamente las últimas noches y el sueño le había vencido mientras veía las noticias.
Después se había levantado empapado, en aquella habitación desconocida, con la frente sangrando y las muñecas desgarradas.
¡Dios santo! ¡Había tratado de suicidarse!
Algo terrible debía de haber pasado entre las tres de la tarde de ayer y el momento actual para que cometiese semejante acto. Ni siquiera sabía qué hora era, pero a juzgar por la escasa luz que se filtraba por las ventanas debía de estar amaneciendo.
Peter recordó el grito desgarrador que su alter ego había proferido en la televisión y se estremeció.
«¡Es una trampa!», había gritado.
¿Una trampa de quién? ¿Quién y por qué querría su mal? El padre Peter creía no tener enemigos. Desde luego no en su círculo más cercano. En los últimos años se había convertido en una cara conocida para el público al aparecer en varios programas y debates televisivos, pero no se había granjeado ninguna enemistad importante.
—Ahora eres un personaje famoso —le dijo en una ocasión el rector de la Universidad, el padre O’Brian—. Y lo que es más importante para nosotros, tu imagen de intelectual moderado y cercano a la gente, es la mejor campaña publicitaria que ha tenido la iglesia en mucho tiempo.
Peter era un hombre alto y apuesto, y a sus cuarenta años mantenía una figura atlética esculpida a golpe de remo. Impartía las clases vestido con ropa informal y, en muchas ocasiones, se había divertido al percibir una mirada de extrañeza en sus nuevos alumnos cuando le veían vistiendo sotana o con alzacuello.
Sinceramente, no creía que su imagen pública tuviese algo que ver con todo aquello. No parecía demasiado probable que un loco anticatólico estuviese intentando enredarle en algún tipo de plan para acabar con él en menos de doce horas. Tenía que haber otra explicación.
Peter pensó en la única palabra que había logrado entender en aquel monólogo, tratando de darle algún sentido. El Peter de la pantalla la había repetido con insistencia entre una maraña de murmullos incomprensibles
«Black».
Por más que lo intentaba, no sabía a qué se podría estar refiriendo, pero tenía la certeza de que era una pieza importante en aquel rompecabezas.
Otro elemento clave descansaba en el suelo del baño: su agenda. Peter se incorporó trabajosamente y se dirigió hacia allí.
Se trataba de una libreta en la que apuntaba todo lo concerniente a sus clases y su programación de actividades. Pero en el vídeo se había visto escribiendo algo en ella justo antes de hundirse en la bañera.
Sus esperanzas se desvanecieron en cuanto abrió la puerta; no había rastro de la agenda. Peter estaba seguro de haber visto cómo la libreta caía junto a un pequeño charco en el suelo. Tal vez la memoria le habría jugado una mala pasada y la agenda cayó en la bañera.
Peter miró el agua teñida de rojo y atisbó una sombra en el fondo. El corazón le dio un vuelco. Parecía una mata de pelo oscuro y frondoso, como el suyo. Peter respiró profundamente, metió la mano en el agua y agarró el objeto sumergido sacándolo a la superficie.
Se trataba de una vieja esponja empapada. Peter revolvió el agua con el brazo pero no halló rastro de la libreta.
La alternativa más probable era que alguien habría entrado en la habitación mientras él permanecía inconsciente y se habría llevado la agenda. ¿Pero quién? ¿La misma persona que le sacó de la bañera y le tendió en la cama? ¿O había salido por sus propios medios y no lo recordaba?
Peter salió del baño y se sentó en la cama. Tenía frío y la ropa mojada se le pegaba incómodamente a la piel. Hasta ahora se había preocupado por los elementos más sencillos del misterio, aquellos a los que se podía encontrar una explicación racional, pero no podía demorar por más tiempo enfrentarse a lo que más le preocupaba.
Se había visto a sí mismo desvanecerse y sumergirse en la bañera durante varios minutos. Aun en el caso de que alguien hubiese entrado en la habitación nada más terminar la grabación y le hubiese sacado de la bañera, debería estar muerto. Nadie podía aguantar tanto tiempo bajo el agua sin ahogarse, sin mencionar el hecho de que parecía haber perdido el conocimiento.
Y luego estaban las cicatrices de sus brazos. Cinco largas marcas muy juntas en cada muñeca. El había visto cómo se hacía un solo corte, de eso estaba seguro. Además, era absolutamente imposible que aquellas heridas se hubiesen cerrado de esa manera en solo unas horas. Las cinco cicatrices tenían distintos colores, como si fueran de distintos días. Una de ellas aparecía casi blanca, mientras que otra, con un aspecto mucho más reciente, aparecía enrojecida.
No era posible, nadie se curaba tan rápido.
Peter recordó las imágenes de santos y mártires de sus viejos libros. Muchos de ellos aparecían con estigmas y heridas de origen desconocido a las que se atribuía un carácter divino. El padre Peter creía firmemente en Dios y en la importancia de su concepto para la humanidad. Pero era un hombre de ciencia, catedrático y médico de reconocido prestigio, y dejaba el terreno de los milagros y supersticiones para otros.
Su mente empírica se negaba a introducir cualquier variable sobrenatural en aquella ecuación, aunque no era capaz de encontrar ninguna explicación racional a lo que había sucedido. De forma instintiva se llevó la mano al crucifijo de plata que pendía de su cuello, regalo del rector O’Brian. No sabía qué había pasado, pero estaba firmemente decidido a averiguar la verdad, fuese cual fuese.
Peter se levantó e introdujo la llave más grande en la cerradura. La puerta se abrió sin ofrecer resistencia, mostrando un pasillo alargado y desconocido. En un lado de la puerta, pegado a la jamba, pendía un trozo de plástico rasgado de color rojo.
Al fondo, unas escaleras le condujeron a la planta baja. A medida que se alejaba de la habitación, el frío se hacía más intenso a su alrededor. Al bajar el último peldaño, Peter vio la puerta de cristal del edificio. El sol había salido ya y algunos rayos débiles se escapaban entre el velo de niebla matinal, despuntando brillos blancos en el exterior. Tenía mucho frío, y aunque al principio lo achacó a sus ropas mojadas, Peter observó extrañado la pequeña columna de vaho blanco que formaba su aliento. Aquella temperatura no era normal para finales de verano. Fuera, la calle se veía anormalmente resplandeciente como si una cortina blanca tamizase los rayos del sol. Peter se acercó a la puerta y contempló el exterior.
Su cerebro no podía comprender la imagen que le trasmitían sus ojos.
Un manto de nieve de medio metro de espesor se extendía por la ciudad hasta donde alcanzaba la vista. Un par de niños jugaban embutidos en sus trajes de invierno junto a un muñeco de nieve. Cerca de allí, había un abeto decorado con luces de colores, coronado por una estrella dorada. Unos copos grandes y sedosos comenzaron a caer del cielo.
Era evidente que no estaban en agosto.

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