A las ocho y media de la tarde llevábamos cuatro re­partos. Nos quedaba media hora para entregar dos. Hab­íamos fracasado por completo. Pero nos habían entrevis­tando en todas las putas ETT de la ciudad. Yo iba condu­ciendo hacia el quinto reparto y ya era de noche. Mi com­pañero estaba pensativo de copiloto.

—Tío, no quiero ser pesado. Pero queda media hora, estamos en la mierda. En este curro he visto que despedían a gente por mucho menos —dijo preocupado.

—Escucha, que no te extrañe que en esta media hora nos llamen de otro curro —dije riéndome—. La de currícu­lums que hemos dejado hoy es criminal. Yo he traído co­mo ochenta sin exagerar y no me quedarán más de diez.

En ese momento sonó mi teléfono.

—Lo que yo te diga macho, ya me llaman de otro curro —le dije a mi compañero de manera optimista.

Atendí el teléfono.

—¿Quién es? —pregunté.

—Qué pasa Igor. Te llamo de los almacenes —era el en­cargado de los almacenes de muebles.

—Ey... ¿Cómo va? —saludé como si la cosa no fuese conmigo.

—A ver, te comento. Han regresado todos los camiones. Solo faltáis dos.

—Pero qué pasa, ¿que llevamos nosotros todos los re­partos? —pregunté haciéndome el tonto.

—Pues de eso te quería hablar. Los otros que faltan me han dicho los albaranes que tienen. Y tenían dos cocinas, a lo que no veo ningún sentido.

—¿Y a mí qué me cuentas?, que aprendan a equilibrar los repartos los que se encargan de eso —ahora fingía es­tar indignado.

—Por supuesto Igor. Eso no es culpa tuya ni mucho me­nos. El problema es que haciendo recuento de todos los albaranes que han regresado ya y de que tengo la foto del albarán de los que tienen dos cocinas, vosotros solo deberíais tener seis para todo el día. Por lo que tendríais que haber regresado hace horas.

—No, no, no... Tiene que ser un error. Nosotros tene­mos como nueve o diez. De hecho, aún nos quedan dos repartos, algo se habrá traspapelado —no sé en qué momento decidí que era buena idea mentirle con ese dato, ya que eso si que podrían comprobarlo tan pronto regresáramos al almacén, pero mi cabeza ya estaba más fuera que dentro de aquel empleo.

—Vale, sin problema. Cuando vengáis con los albara­nes ya veremos qué ha podido suceder —y colgó. Por su voz sospechaba algo raro.

Mi plan poco a poco se desvanecía. Todo se estaba yendo a la mierda rápidamente. En la historia que me había montado en la cabeza todo salía perfecto, pero la vida real era otra cosa. No había contado que a la vuelta teníamos que llevar los albaranes completados. O, mejor dicho, no le había dado importancia a ese detalle. Fueron muchas las cosas que se me iban pasando por la cabeza. No sabía muy bien cómo salir del paso. Ese pequeño escollo en el terreno iba a ser muy duro de su­perar. No me podía permitir perder ese empleo sin atar primero otro, ya que no tenía ni un puto centavo ni derecho a paro, como siempre. Recordé que era ilegal que te despidieran cuando estabas de baja laboral y eso se entrelazaba directamente con el  nuevo plan que se entrometió en mi cabeza. Era el plan B. El de las pastillas para dormir. Paramos en una estación de servicio para mear y me comí dos pastillas para dormir. A mi compañero le metí otras dos en el termo de café cuando se despistó. No tardarían mucho en hacer efecto así que debía actuar rápidamente.

Continuamos la marcha y mi idea era que se durmiera mi compañero y luego fingir un accidente. Nos encontrarían a los dos dormidos y mi compañero no se acordaría de nada. Pero el hijo de puta, a pesar de que bebía del café continuamente, no le parecían afectar lo más mínimo aquellas pastillas. Quizá era porque el propio café, con su cafeína, combatía ferozmente contra las pastillas. El caso es que yo comencé a sentir que no tardaría mucho en dormirme, mis ojos comenzaban a caer. Necesitaba un plan C:

—¿Llevas puesto el cinturón colega? —le pregunté a mi compañero.

—Claro que lo llevo, ¿por qué preguntas? —dijo extrañado.

—Porque le voy a pisar.

En ese momento, mientras aceleraba, pasábamos al lado de un campo de trigo. Estaba como a medio metro de la carretera en cuanto a altura. No había trigo como tal por la época del año, pero sí que crecían ya los primeros hierbajos sobre aquella tierra suelta que perfectamente podría amortiguar un golpe. Abrí la ventana y tiré los albaranes.

—¿Estás loco? —me preguntó mi compañero.

—A tomar por culo —contesté.

Nunca sabré qué es lo que se me pasó por la cabeza para decidir hacer lo que hice, solo recuerdo que de lo que estaba completamente seguro, es de que no quería seguir en ese curro ni un minuto más de mi vida, y por lo que sea, pensé que esa era una buena solución. Tras fallar el plan A y el plan B no me quedaba otra opción. Comprobé que un coche iba detrás nuestra, serviría para llamar a la ambulancia.

—¡OSTIA PUTA, UN JABALÍ! —mentí gritando.

—¿Dónde? —preguntó mi compañero al no observar nada.

—¡AGÁRRATE! —le contesté.

Metí un volantazo brusco hacia el trigal y el camión voló directo hacia él. Comenzó a dar vueltas de campana sobre la caja de carga, que poco a poco se despedazó. Se salieron incluso algunos de los bultos que se quedaron esparcidos por ahí. Por suerte el camión volvió a quedar de pie. Me aseguré que no tenía nada roto y que mi compañero estaba al lado entero. Inconsciente, eso sí. Pero supuse que eran las pastillas que por fin le habían hecho efecto. Esperé en el asiento para asegurarme de que el coche que iba detrás nuestra paraba para auxiliarnos, pero las pastillas actuaron y me quedé frito. Luego todo fue oscuridad. La jornada laboral había finalizado.

Júpiter... te quieroWhere stories live. Discover now