Primera parte

2 0 0
                                    

Cuando mi padre me llevó por primera vez a los acantilados como adulto fue el día más emocionante de mi vida.

Como adulto, no como muchacho para ver a los hombres y mujeres volar; ni como hombre-vela, de aprendiz; ni como surcador de los suelos para ver alzarse a los hermanos mayores por primera vez, no. Como hombre-barco velero, listo para alzarme de la tierra como hicieron los mayores mientras yo los miraba y para que los hermanos menores me miraran a mí.

Fue el día más intenso de mi vida como es fácil suponer, aunque los acontecimientos favorecieron luego otras muchas emociones. ¿A quién no le late el corazón más rápido cuando por primera vez surca los cielos? La familia entera te observa. Los hermanos, los jóvenes te quieren admirar, los mayores esperan que te despeñes; aquellos más cercanos te animan con palabras o negándotelas; los padres observan con un interés algo falto de emoción, pues han visto alzar el vuelo a tantos de sus hijos que dan por sentado el éxito o el fracaso.

Mi padre me situó en la cornisa y ciñó a mi espalda el arnés y el mástil, descorrió las velas, dispuso los cabos con la facilidad de la práctica y con un demoledor golpe me hizo saber que había llegado la hora de saltar del risco.

...

En el cielo viven los ángeles, es fácil saberlo porque se les ve, cruzan el cielo graciosamente con sus alas de largas plumas. No creáis que son seres sobrenaturales, son criaturas como tú y como yo, seres vivos que viven en el aire. Que yo sepa, no aterrizan nunca y si alguna vez lo hacen, deben seguir agitando las alas porque sus piernas no son capaces de soportar su peso.

Nosotros, los hombres-barco, siempre hemos sabido que existen los ángeles, y teníamos mucha relación con ellos pues les comprábamos y vendíamos muchas cosas, comida y ropa, sobretodo. Y no negaré que habíamos envidiado su capacidad de volar y recorrer grandes distancias por el éter. Por eso, cuando aprendimos a construir las velas y nos alzamos de la tierra, convirtiéndonos en verdaderos hombres-barco, pudimos por fin llegar a ellos y convivir en sus pueblos del aire.

Debo matizar que nosotros somos hombres muy ligeros, nuestro peso es muy bajo y por ello podemos usar las velas y alzarnos del suelo sin peligro de caer después. Conocer el aire también es importante, claro, por ello solo los adultos pueden volar, mientras que los que como yo hasta aquel momento, son jóvenes, se deben conformar con recorrer las superficies como surcadores de los suelos. Hay que conocer la técnica para aprovechar las corrientes ascendentes, pues nuestro bajo peso no nos impide caer si perdemos las corrientes o nos desequilibramos.

Nuestra meseta es casi un ideal para la comunidad de los hombres-barco, no conozco bien aún la geografía de nuestra región, pero creo que los montes, el sol, el mar y muchos otros factores hacen converger aquí los aires más calientes y nos encontramos rodeados de corrientes que nos alzan hacia los abismos de los cielos. Creo que también es ésta una razón por la que tantos ángeles hay aquí, pues me han dicho que más allá son mucho más escasos y a veces muy diferentes.

Insisto que nosotros, los hombres-barco, somos muy ligeros, mucho más que los hombres de los llanos que hay por debajo de la meseta. Éstos nunca podrían volar, aunque algunos lo han intentado. Su pueblo más cercano viene cada año por las fiestas de los avellanos y trae a sus hijos para que nosotros los alcemos y les hagamos gozar de la libertad de los aires. Saben que cuando se hagan mayores nunca más podrán hacerlo y por ello cada año es su cita principal.

El caso es que nosotros surcamos los cielos con las velas que nos colocamos en la espalda, según su habilidad cada persona añade mástiles y velas para poder lograr mejor sus travesías, y gracias a ello se distinguen los rangos dentro de la familia. Los más mayores son los hombres-galeón, están los fragatas, los galeras y los veleros que, como yo, acabamos de alzar el vuelo.

Es cierto que se nos entrena de pequeños ya, a los niños se les atan cometas para que aprendan a notar el aire, y cuando se superan los siete años se les llama hombres-vela porque llevan siempre una atada a la espalda, y a veces dos, que les dan aspecto de alas. Ésta es la razón por la que se llama mariposas a las niñas, porque además se peinan los pelos para que parezcan antenas, y a los niños se les dan otros nombres de insectos, aunque éstos son particulares para cada uno. A los trece años, y a veces a los doce si son muy advenedizos, los muchachos adolescentes son nombrados surcadores de los suelos, porque llevan toda la indumentaria para poder volar excepto las velas de ascenso, eso les permite moverse a gran velocidad y dar prodigiosos saltos que más de una vez han descalabrado a alguien, pero de ése modo adquieren la habilidad con la que después podrán volar por los cielos.

Todo eso es enseñado por los padres, siempre son ellos los que educan, los hijos son los que luego se esfuerzan a encontrar comida, recolectar, construir, fabricar, los padres enseñan y los hijos trabajan. Es cierto que a veces los hijos también enseñan, y se les llama monitores, pero como sobretodo revuelven y juegan con los niños más pequenos, y los incitan a realizar locuras, los patriarcas prefieren que se larguen y que trabajen en algún otro lugar.

...

Saltar el risco y empezar la odisea atmosférica no es en sí una acción difícil, habitualmente nadie se despeña, pero vivirla le marca a uno en la vida, y no es de extrañar que a mí se me desbocara el corazón. No por miedo, no, por la ilusión de poder por fin tocar los cielos.

Salté, por supuesto, y tras unos preocupantes instantes de desequilibrio, conseguí mantenerme quieto en el aire. Luego, al inclinar mi cuerpo del mismo modo que sabía hacer en tierra, empecé a sobrevolar el abismo cada vez más rápido. Más allá logré ascender por encima de la meseta y no pude resistir la tentación de sobrevolar a la familia, para poder presumir ante los padres, chinchar a los hermanos enemistados e impresionar a los más pequeños con mis habilidades recién adquiridas. Desde el principio pude hacer piruetas, las tenía ya practicadas y no me costó adaptarlas a los aires, algunas me costaron e incluso tuve un par de preocupantes caídas sin mayores consecuencias, pero con mi orgullo de juventud no me preocupaba mi propia seguridad, si no que los demás admiraran mis prodigios. Yo tenía la esperanza de que me subieran de rango y pasara de velero a goleta el mismo día de mi iniciación. Son sueños quiméricos, claro, pero aún los tengo, solo han pasado tres meses desde entonces y espero aún ser alzado por mis padres para ocupar un puesto superior. La vida de un velero es impetuosa y fomentada por la ambición, que ya está bien.

Debo aclarar que no fui el único en saltar aquel día, éramos ocho hermanos, algunos más jóvenes que yo y uno de ellos más mayor, ninguno se cayó así que todos superamos la prueba, y nos pusimos a volar y a alardear ante el público. Sin embargo, y como todos sabíamos que ocurriría, la exhibición fue rápidamente asaltada y el protagonismo nos fue robado. Todos los hermanos mayores, encabezados por mi padre, corrieron hacia el acantilado y saltaron, y así todos los miembros voladores surcaron los cielos eclipsándonos a nosotros, veleros primerizos, con las verdaderas acrobacias de aquellos que saben volar de verdad. 

Los hombres barcoWhere stories live. Discover now