Capítulo 1: Tyler

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Entré en mi casa, después de dos años fuera, dejando que el olor a canela me inundara. Eso me trajo recuerdos del pasado, de cuando era un niño y veía a mi madre preparar natillas o arroz con leche y echarle un toque de canela. Le echaba canela a casi todos los postres que cocinaba, pero mi preferido era la tarta de manzana. Cómo la extraño, a sus manos delicadas y finas acariciándome la cara mientras me daba un beso en la frente, me contaba cuentos, me ayudaba con las tareas y me llevaba al campo para jugar con la cometa.

Nunca conocí a mi padre, así que supongo que, en un punto de mi vida, yo asumí el papel de protector de la familia. Cuidé de ella y cuidé de mi hermana Jo cuando estaba enferma.

Pero ahora estaba de regreso a casa, después de una larga estancia en Irak como soldado. Pero nadie salió a recibirme. En las cartas que me llegaban de mi hermana, supe de la muerte de mi madre tan solo unos meses después de que yo partiera. Estuve a punto de volver, pero entonces fuimos atacados, varios compañeros murieron y teníamos que estar al frente. Irse en ese momento sería como desertar. No podía hacerlo y no cambiaría el hecho de que mi madre estuviese muerta. Tal vez sí para consolar a Jo, pero ella tenía a su marido y a sus hijos. Ya no me necesitaba como cuando era una niña. Nadie me necesitaba ya.

Dejé caer la maleta a un lado del sillón verde con flores granates. Me dirigí a la cocina, el olor seguía ahí, a pesar de que nadie viviese ya en la casa. No había comida, habían cortado el agua y la luz, así que tampoco pude darme una ducha ni despejarme viendo el televisor. La otra opción era ir a casa de Jo, pero ella sabía que hoy regresaba de Irak y no fue capaz de irme a buscar al aeropuerto, tal vez se despistó o tal vez me culpaba por no volver para enterrar a mamá. El caso es que no tenía ganas de ir a su casa hasta que hubiese dormido más de ocho horas seguidas.

Así que cogí un libro de la estantería para llevármelo a mi habitación y leer un poco antes de dormirme. Era un libro de Thomas Hardy titulado El regreso del nativo, un libro bastante apropiado para la ocasión. Me perdí en la historia de Diggory Venn y su amor puro y sincero por Thomasin Yeobright. Tan puro que Venn la estaba ayudando a casarse con otro hombre.

Entonces recordé a Val. Val era, como decirlo, la mujer más bella e inteligente que he conocido nunca. Llegaba al metro ochenta, tenía una larga melena negra y bonitas curvas. Pero cuando hablaba con ella y me daba cuenta de que conocía al mínimo detalle cada libro y cada serie que a mí me gustaba, sentía que el pecho me iba a explotar. Tenía la costumbre de estudiar siempre en la biblioteca después de comer porque antes decía que su cerebro no se concentraba. Y ahí estaba yo todas las tardes, observándola mientras fingía leer un libro.

Teníamos veintidós años la última vez que nos vimos. Tan solo trece la primera vez que coincidimos en clase de matemáticas. Desde entonces habíamos sido inseparables, los mejores amigos y poco a poco, algo más. Nos dimos cuenta de que nos habíamos enamorado y una tarde nos escapamos y nos fuimos a la playa juntos. Era pleno invierno y la temperatura rozaba los cero grados. Pero no nos importó. Nos acurrucamos sobre la arena de la playa desierta y nos quedamos abrazados durante horas, compartiendo caricias y besos.

Cuando me llamaron a filas un dieciocho de septiembre, ella rompió a llorar. Mi madre apartó la mirada de decepción que tenía en sus ojos de mí, pero yo lo noté. Y Jo se mostró imparcial, entendía mi postura, pero temía que no volviera.

Dejé el libro sobre la mesilla de noche y me concentré solo en Val. Intenté recordar su cara, pero su imagen se había distorsionado con el tiempo. Me levanté y busqué entre mis cajones una fotografía, encontré una de tan solo unas semanas antes de irme, antes de saber que tendría que irme y que nuestra relación acabaría.

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