ÍNEA RECTA III: REDENCIÓN

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Fernando J. Lumbreras

PARTE TRES: REDENCIÓN

LA LÍNEA RECTA

LA LÍNEA RECTA – PARTE TRES: REDENCIÓN © Fernando J. Lumbreras, 2009 Publicado y editado por BUBOK www.bubok.es Portada diseñada por Luis Jiménez Impreso en España Todos los derechos reservados. Esta publicación no podrá ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito, del autor.

El águila y la serpiente

Capítulo uno

La comitiva de recepción del invitado llega al área privada con quince minutos de antelación, cuando ya se había emplazado a un gran número de policías y de agentes camuflados, escrupulosamente trajeados, a lo largo de la terminal. El siempre concurrido aeropuerto está, a estas horas, mucho más tranquilo. Han llegado ya algunos vuelos y están por salir los primeros del día cuando se han dispuesto algunos retenes militares en los accesos al Benito Juárez. La megafonía no anunciaría la llegada del vuelo, nunca lo hacía si se trataba de un jet privado que aterrizaba en las pistas de reserva, lejos del área donde permanecían aparcados los aparatos destinados a vuelos comerciales. La élite de los cuerpos uniformados es llamada cuando no puede hacerse nada más, cuando en la guerra abierta no hay remedio más efectivos. Acuden entonces con sus tanquetas blindadas, sus gorras caladas, las que les

ensombrecen la mirada, con las ametralladoras sin seguro… Cuando el avión toma tierra, el presidente ya está preparado para recibir a su invitado, que habla un tosco español, incapaz de despojarse del acento tejano. —Bienvenido. —Muchas gracias. Hace lo menos dos años que no se ven. Las obligaciones de cada uno en sus respectivas administraciones les han mantenido demasiado ocupados. Sin embargo, cuando se presentó la oportunidad de viajar hasta México, el objetivo movió sus contactos en la Casa Blanca para encargarse personalmente del acuerdo . El jefe de protocolo, un tipo serio, con un auricular acoplado en su oreja derecha, se acerca a los dos hombres. —Será mejor ponernos en marcha —aconseja. El Presidente y su invitado van en carros diferentes. Todos iguales, con los vidrios polarizados, escoltados por casi una veintena de vehículos oficiales. Cuando las dos personalidades están ya dentro de los Cherokee negros, la comitiva inicia la marcha con vistas a abandonar el aeropuerto por un acceso especial que va a dar directamente a la autopista. Las colonias de casas humildes se suceden, aún sin despertarse en ese sábado rutinario, todas con la resaca de la noche que se fue, con sus comercios cerrados, con casi nadie deambulando en ese océano seco de concreto. Algunos policías van apareciendo de entre las callejuelas que cortan transversalmente a la gran avenida, la que muy pronto habrán de abandonar para adentrarse en el corazón de la ciudad. Las luces encendidas de los patrulla imponen un tímido respeto. Más adelante, un batallón de motocicletas con insignias oficiales va apartando el tránsito.

Aún queda mucho tiempo hasta llegar al Zócalo.

Luis Hernández se levantó aquella mañana con la intención de pasar un día de campo junto a su mujer y sus tres hijos en Xochimilco. Habían planificado el viaje con varias semanas de antelación, incluso los niños —con edades comprendidas entre los seis y los nueve años— no hacían más que hablar de que querían montar en esas barcas coloridas o comer tacos en esos puestitos levantados casi en exclusiva para los turistas. La autopista no llevaba mucho tráfico, apenas algunos camiones, unas busetas… Los cinco miembros de la familia lo vieron todo. El conductor se sobresaltó al escuchar la explosión varios metros más adelante, pero quedó mucho más impactado cuando vio elevarse una columna de fuego y de humo por encima de varios autos que habían empezado a frenar casi de repente. El auto se tambaleó ligeramente. —¿Qué pasó? —preguntó la esposa— ¿Qué fue eso? Luis frunció el ceño, incapaz de responder. Poco a poco, el resto de carros se detuvo hasta que la calzada quedó prácticamente colapsada. Llegaba un espeso olor a goma quemada. —¿Por qué nos paramos, papá? —preguntó uno de los niños. —Quedaos acá —respondió, desabrochándose el cinturón de seguridad y preparándose para salir. Otros conductores ya habían abandonado sus vehículos, habían quedado inmóviles junto a éstos, como si temieran acercarse más.

ÍNEA RECTA III: REDENCIÓNWhere stories live. Discover now