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El coliseo rugía en vítores cuando Marco cayó al suelo completamente derrotado. Estaba agotado y le costaba respirar por el corte que su gladiatrix le había propinado certeramente en las costillas. Era la primera vez que luchaba en la arena con una gladiadora y no precisamente con una cualquiera: había luchado a muerte contra la mujer que amaba por órdenes del emperador Domiciano, Dominus et deus de toda Roma. Y él, Marco Juliano había perdido gustoso contra la descendiente de la mayor reina amazona de todos los tiempos y que portaba con orgullo su mismo nombre.

Hipólita, jadeante y con la espada en la mano goteando la sangre de su amado, se colocó la mano libre en el vientre mientras los gritos de los espectadores la ensordecían. Aún esperaba un milagro, algo para que el emperador cambiara de opinión y ninguno de los dos tuviera que morir aquella tarde sofocante de julio. Si el público imploraba a su César un rudis para cada uno, podrían ser libres para siempre y marcharse de aquella ciudad de sangre, intrigas y muerte para comenzar una nueva vida junto al hijo que ella estaba esperando.

Marco vio como Hipólita evitaba mirarlo a los ojos y centraba toda su atención en Domiciano. El juez había detenido el combate esperando la decisión del Dominus et deus que contemplaba la arena con una sonrisa diabólica en sus labios carnosos y manchados de buen vino. No te engañes amor mío - pensó el joven gladiador por necesidad y no por esclavitud -. El César desea mi muerte porque quiere hacerte sufrir.

La joven gladiatrix había osado desafiar al emperador del mundo y este se lo había hecho pagar de la forma más cruel de todas: un combate a muerte contra el hombre que amaba. Quien fuese el vencedor de la sangrienta contienda recibiría el rudis, la espada de madera que concedía la libertad a los gladiadores.

Después de una noche de discusión y muchas lágrimas, los dos habían acordado que él sería el chivo expiatorio y que sería Hipólita la superviviente para que el hijo que portaba en su vientre viese la luz de la vida, el amanecer que él ya no volvería a vislumbrar jamás. A Marco no le importaba morir, lo cierto era que no había pensado que iba a sobrevivir durante tanto tiempo como gladiador. A causa de unas tremendas deudas contraídas por su hermano, el joven  romano había tenido que rebajarse a entrar en un ludus para convertirse en un gladiador a sueldo, algo bastante usual en aquellos tiempos.

¿Quién podría imaginarse que sería uno de los luchadores más habilidosos de todo el ludus? ¿Cómo podría haber pensado siquiera el enamorarse de la gladiadora que llevaba la voz cantante en el lugar? La amante del emperador de Roma.

- ¡Iugula, iugula! - mátalo, gritaba la muchedumbre de las grandes gradas del coliseo.

Marco rió arrodillado en la arena ensangrentada mientras el rostro de Hipólita perdía color al ver que el emperador señalaba hacia abajo con el pulgar. ¿Qué podría esperarse de aquel pueblo que se creía superior? El joven romano sabía muy bien como pensaban todos sus congéneres. Posiblemente, si él estuviese en una de esas gradas, también gritaría mátalo a pleno pulmón.

Todos querían sangre, sudor y muerte dentro del anfiteatro Flávio que acababa de reabrir sus puertas después de las remodelaciones de Domiciano que lo había agrandado añadiendo otra planta y más subterráneos. Para eso se había ideado y construido aquella mole de piedra, para que miles de hombre y fieras  murieran bajo la atenta mirada del pueblo de Roma. La inmortal y poderosa Roma.

- Hazlo, Hipólita - dijo Marco al ver que el juez fruncía el ceño al ver que la gladiatrix no cumplía las ordenes del César.

Ella, como si estuviera viviendo una pesadilla, lo miró con los ojos inyectados en sangre y con las lágrimas amenazando con rodar por sus mejillas.

- Así debe ser - intentó consolarla mirando su vientre un poco abultado con una sonrisa perlada de amor -. Dile que su padre lo amó y lo amará hasta que nos encontremos en el Hades.

Apretando con fuerza el mango de su espada, Hipólita le dijo:

- Te amaré hasta la muerte.

- Yo incluso en ella - respondió él.

Con una sonrisa y una lágrima solitaria, Hipólita atravesó el corazón de Marco y este exaló su último suspiro bajo los vítores de todos los espectadores del anfiteatro Flávio. Nadie, ni siquiera el mismo emperador pensó que en realidad Marco no había sido el perdedor de aquella tarde. La única que lo había perdido todo era Hipólita y nunca hay que enfadar a una amazona.

Jamás. 

Te amaré hasta la muerteWhere stories live. Discover now