El amargo comienzo de una aventura.

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Año 200

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Año 200.
Periodo invernal.
Aldea de nieve.

Para comenzar a narrar esta historia, primero, me gustaría que conocieras un poco del reino donde se desarrolla. Será rápido, no desesperes, querido lector, pues, te adelanto que esta pequeña información podrá serte útil dentro de unos cuantos capítulos. Para bien o para mal, ya lo descubrirás más tarde.

El reino de invierno puede sonar como un lugar lleno de magia y criaturas poco comunes que buscan aventuras a cada momento. No obstante, esto no es así del todo o, al menos, los eventos poco comunes no suelen aparecer ante los ojos de cualquiera.

La congelada y pequeña península solía estar constituida por cuatro aldeas de lo más calmadas y, al parecer, los habitantes aparentaban vivir en paz, atentos a las directrices de la monarquía blanca. Pero, si somos del todo sinceros, la calma suele ser interrumpida demasiado pronto: guerras, catástrofes, amenazas... No todos los lugares son perfectos. ¿No crees?

Y en efecto, como ya es una vil costumbre, la oscuridad no tardó en consumir el congelado reino. Todo comenzó una noche, bajo la atenta mirada de una luna de plata. El pueblo dormía en sus pequeñas chozas de madera, abrazados a una tranquilidad que no tardaría en ser interrumpida por un fuerte grito en mitad de una calle desierta. El horrible alarido de una persona desconocida pudo haber pasado desapercibido a la perfección, sin embargo, los eventos que ocurrieron después se negaron a que esto fuera así.

Primero, fue el fuego, la nieve era incapaz de detener el incendio que se abría paso por la primera aldea del reino: Castallena. Minutos más tarde, una inmensa ola de hombres, vestidos con uniformes militares de colores oscuros, apareció por la entrada del bosque. Nadie reaccionó a tiempo y, como habrás visto en muchas películas medievales, asaltaron la aldea sangrientamente. El fuego, junto a la sangre que tintaba la fría nieve, fue testigo de la peor masacre del reino.

Los cientos de rehenes fueron transportados en estrechas jaulas de metal. Mujeres, niños y jovenes suplicaron piedad y, aunque dejaron escapar de sus pulmones las plegarias más dolorosas de su vida, no fueron capaces de detener el angustioso golpe de estado que estaban viviendo.

Todos tenían esperanza de que su querida reina, Aria, los ayudara a escapar de las garras del ejército extranjero, no obstante, lo que no sabían era que la dulce monarca yacía herida en una triste calle de Castellana, abrazada a un diminuto bebé que lloraba con desesperación. Una pequeña niña que no tardaría en ser arrebatada por unas manos que habían matado a un centenar de personas.

Los ojos de Belia, el soldado extranjero que había sido testigo de como disparaban a la reina, observaron con curiosidad a la pequeña criatura que chillaba entre las gordas sábanas que la envolvían. El hombre apoyó las rodillas contra la nieve y tomó al bebé entre sus brazos, escuchando los últimos quejidos de la mujer y sorprendiéndose por el repentino silencio que envolvió a la niña cuando sus miradas se encontraron. Para él, aquel acto de tranquilidad en ella, hizo que algo dentro de su corazón se erizase.

Pasó la sangrienta mano por una de sus blanquecinas mejillas y una risa inocente vibró en el pecho de la criatura. Belia frunció el ceño, incapaz de entender por qué repentinamente se sentía culpable, y se sacó la chaqueta para envolver mejor el pequeño cuerpo de la pequeña.

—Mar.—El susurro que escapó de la reina estremeció al hombre y regresó la mirada a la pobre mujer que buscaba a su hija con desesperación.

Belia tomó la mano de la reina con cuidado, percatándose de que el fuerte golpe de su cabeza la había dejado ciega, y la posó sobre el pecho del bebé. Una triste sonrisa apareció en los labios de Aria y volvió a hablar antes de dejar de luchar por seguir viviendo:

—No permitas que los soldados extranjeros le hagan daño, dulce hombre. Mi pequeña Guiomar... sólo es una niña.

Belia guardó aquellas palabras en su corazón y, con las lágrimas golpeando sus pupilas, se lo prometió entre el calor de las llamas.

El bebé se aferró a su sudada camisa y volvió a soltar una carcajada.

Una demasiado triste.

Las rosas son negrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora