"but you know legends never die"

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Sintió que estaba naciendo de nuevo.

Al principio, sintió la más cruda nada. No veía nada, no oía nada. Ni sensaciones, ni olores, ni temperaturas. Nada. Y así, de repente, lo sintió todo.

Empezó con un sonido, un tamborileo grave, penetrante y con un ritmo constante. Le recordó al sonido de los tambores de las fiestas de mayo o de las celebraciones de coronación, lo que al instante le hizo acordar a la suya. El recuerdo le avivó una chispa que iluminó su mente. El tambor comenzó a sonar más rápido y más fuerte. Pronto se dio cuenta que ese ruido no provenía de afuera, sino que lo escuchaba retumbar en sus oidos, venía de un lugar profundo dentro suyo. En realidad era su corazón, que latía con fuerza y vigor. Luego notó una masa que aplastaba todo su cuerpo, era húmedo y grumoso y lo tenía acorralado. Era como un gigante, de esos cuentos viejos que le contaba su madre, que lo comprimía. ¿Hacía frío? No lo supo distinguir. Esa luz en su mente se estaba apagando por las turbulentas aguas del desconcierto, de la desesperación, del miedo, del terror.

¿Dónde estaba? No lo supo explicar porque solo veía oscuridad.

Inhaló, y se sintió sofocar.

Estaba en un lugar muy malo, pensó, en una de sus pesadillas o en el infierno. Pero para estar en el infierno tengo que estar muerto, y yo no estoy muerto, se dijo. ¿Entonces por qué se sentía nacer de nuevo?

¿Siempre es así de desesperante nacer?

Su cuerpo entero estaba despierto y percibió cada centímetro de éste, pero su razón no lo manejaba, sino el pánico. Y gracias al pánico se dio cuenta que podía mover su mano, que si hacía fuerza podía atravesar la piel de ese gigante que lo tenía prisionero. Con sus manos como garras raspó esa piel que al tacto se convertía en polvo, escarbó hasta trasarse un camino tan estrecho que apenas podía mover sus piernas para hacer fuerza y escapar.

Ascendió durante una eternidad, peleando en la oscuridad, casi sin aire, hasta que la piel se quebró, y por esa rendija vio la luz. Era pequeña pero enceguecedora. Era pequeña pero lo llenó de energía suficiente para empujarse a la superficie.

Cuando su cuerpo finalmente se liberó, se dejó caer en el suelo, con sus ojos cerrados  porque la luz le hacía doler los ojos. Respiró hondo, y aunque no sentía sus pulmones llenarse por completo, el aire puro lo alivió. Sí, hacía frío, pero los rayos del sol que tenía encima le decía que los días helados se estaban despidiendo, aquel era de los últimos. El frío solo se le acercó para saludarlo, se llevaba con él los días de invierno a la otra parte del continente.

Abrió los ojos y no supo cuánto tiempo le tomó acostumbrarse a la luz. Lo recibió un cielo celeste resplandeciente. No había nubes. De a poco se incorporó hasta quedar de rodillas y ahí se enfrentó a la realidad. Sus piernas estaban llenas de tierra, a su lado habia un montículo desparramado. Se miró las manos, sus brazos, se tocó la cara, no había parte de él que no estuviera manchado de barro.

Pasmado, con el corazón que parecía que estaba trepando por su garganta, se tambaleó hasta que se pudo poner finalmente de pie.

No quiso decirlo, pero llegó rápido a la conclusión de que lo habían enterrado vivo. Miró a su alrededor, estaba en un campo desierto, ni un rastro de sus guardias, de sus sirvientes, de su esposa. Ni siquiera se veían huellas en el suelo, había plantas crecidas, la ultima señal de nieve esparcida por acá y por allá como manchones. A lo lejos lo circundaba un tumulto de pinos que marcaba el inicio de un bosque. Aquel pedazo de naturaleza parecía que no había sido interrumpida por un humano hace mucho, mucho tiempo.

Volvió a ver el punto donde lo habían enterrado, ni siquiera había algo que identificara que él estaba ahí.

¿Cómo dejaron los guardias que aquello pasara?

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