Las buitreras

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Cuando caminas por la sierra de Segura, cada rincón de las montañas, cada árbol, cada risco, cada río parece observarte. Es como si en todas partes alguna mirada estuviese pendiente de tus pasos, quisiera saber qué vas a hacer. Hay momentos en los que las hojas de los árboles se mecen al son del suave viento y provocan un sonido parecido al del agua al caer por una cascada. Crees que estás junto a un río pero puede que simplemente te encuentres en medio del bosque, sin nada más que marrones troncos a tu alrededor y, eso sí, muchos, muchísimos animales que saben de tu presencia. 

Nunca te sientes solo. Es curioso. Caminas acompañado por el crepitar de las ramitas que parten tus pisadas y por el reptar de lagartijas o lagartos, por el trino de aves y el graznido lejano de los buitres. Es entonces cuando elevas la vista y observas la figura del buitre que sobrevuela la zona por la que paseas, estilizada y elegante, recortando el cielo. Negra si está lejos, marrón si está cerca. Impresiona. 

Aquella tarde me dejé llevar por un sendero de tierra amarilla que descendía a lo que los lugareños llamaban la Cueva del Agua. La aldea más cercana era Poyotello, un grupito de casas salpicadas y calles vacías a las que solo un grupo de gallinas y algún que otro gallo bravucón le daban vida. Un señor pasaba la tarde, ramita en los labios, a la sombra de una encina a lo lejos. 

Me dejé llevar por el calor agradable de aquel sol de septiembre para conocer un poco de la sierra que me acogería en los próximos meses. Iba solo, ataviado con ropa cómoda, una sudadera por si refrescaba y una cámara de fotos. Olía a sierra. El río Segura, en un valle excavado por su agua a mis pies, avisaba a lo lejos de su presencia. 

Tras unos cientos de metros de mi despreocupado paseo, me fijé en un monte cercano. Era extraño. Como creado así adrede. En su parte más alta, una pared de roca inaccesible a pie observaba todo el valle. En ella, unas enormes alas se agitaban con parsimonia. Eran buitres leonados. No pude evitar pararme a contemplarlos. Majestuosos, dueños de aquel paraje. Algo en aquel animal me erizaba el vello de la piel. 

En todas las películas que había visto de niño, el buitre era un animal oscuro, malvado. Aquel, sin embargo, me paralizó como si algo en él fuera mágico. Paseé mi mirada por el filo de la montaña y contemplé a mi alrededor hasta comprobar que no estaba solo. A unos metros detrás de mi espalda, una figura, impasible, como emergida del suelo, no perdía detalle de mi curiosidad. Era otro ejemplar de buitre leonado. He de confesar que me asustó. Al principio no supe cómo reaccionar. Pensé en huir, en gritar. Incluso consideré la posibilidad de lanzarle una piedra. Finalmente, me levanté y le planté cara, como tratando de explicarle que no estaba allí para hacerle daño. Debió de entender mi mirada. Despegó del suelo con un pesado y ruidoso aleteo y se dejó caer valle abajo, siguiendo la dorada lengua de agua del río Segura coloreada por el atardecer. 

Paseando con buitresWhere stories live. Discover now