¿Cómo describir aquella sensación de volver a ver la lluvia? Cantó Audrey Hepburn acerca de que la lluvia en Sevilla era una pura maravilla. Aquello no era Sevilla, era Torrejón de Ardoz, pero le parecía igualmente maravillosa, como si el cielo le regalase diminutos diamantes y cubriera las calles con ellos, dando brillo y esplendor a las calles. Unos diamantes que quizás no brillaban con luz propia, si no que reflejaban el brillo de la luna en su cuarto menguante. Aunque, la verdad, la luna tampoco tuvo luz propia, si no que siempre reflejó la luz del sol. Y eso nunca le impidió ser terriblemente hermosa, ni ser objeto de cientos y miles de poesías, cuadros o canciones.

Por desgracia, Marjorie no podía quedarse a disfrutar de las vistas. Ya la vejiga iba por su segundo aviso, y no quería averiguar lo que pasaría si esperaba un tercer aviso. Mientras estaba sentada en el baño, trataba de recordar el último día de lluvia, pero no fue capaz. En lugar de eso, su memoria la trasladó a otro día de lluvia mucho más tiempo atrás, un día de diciembre, paseando de la mano de su abuela en plena Puerta del Sol, cuando volvía de comprar su tradicional décimo de la Lotería de Navidad. Siempre se preguntó porqué siempre jugaba el mismo número, año tras año, aunque nunca hubiera salido. Ella siempre le respondía que lo sabría cuando al final terminara saliendo. Recordaba incluso aquel día en la Universidad cuando hablaron de la Ley de los Grandes Números. Una especie de regla matemática que básicamente decía que, si algo se intentaba una y otra y otra vez, tarde o temprano terminaba ocurriendo. Pero, en su caso, fue más bien tarde, ya que su abuela había muerto sin que ese número hubiera llegado a salir, y Marjorie ya jamás podría saber qué podría tener de especial ese número. Aún así, volvió un año más a Doña Manolita, sola por primera vez, y compró el mismo número, a la espera del resultado final.

Debió pasar más tiempo del que parecía allí sentada sobre la taza del váter. O, tal vez, no se había levantado tan temprano como pensaba. La cuestión es que en la lejanía, empezaba a sonar el reloj despertador, que había sido el encargado de sacarla de entre las sábanas las noches anteriores, aunque con el mismo éxito que había tenido el sonido del golpeteo de la lluvia contra las persianas, solo conseguían que quisiera remolonear más tiempo al abrigo de la colcha. Su despertador era de esos antiguos, que solo tenía la opción de Buzzer o Radio FM. El Buzzer solo conseguía sobresaltarla, pero la radio no era tan ventajosa, ya que empezaba a odiar que siempre pusieran la misma canción a la misma hora. Pero claro, si fueran canciones distintas, no hubiera parecido que se había quedado atrapada en un bucle temporal...

Llamando a la Tierra... Esperando contestación...

No solo Marjorie se había aprendido ese estribillo de memoria, si no que además había aprendido a odiarlo. No podrían haber elegido otra canción algo más apropiada, la verdad. Claro que, bien mirado, podría haber programado la alarma a cualquier otra hora, para ver si así conseguía encontrar una canción que al menos no le dieran ganas de asesinar a alguien. Pero más temprano no pensaba levantarse, ni por todo el oro del mundo. Y si lo ponía más tarde, no llegaría a tiempo a la oficina. Estaba claro que esa canción y ella tenían que empezar a aprender a llevarse bien. O, al menos, aprender a convivir en el mismo universo.

La lluvia seguía con su implacable golpeteo, refrescando el ambiente, llenándolo todo con su luz. Marjorie tuvo que rebuscar por todo su armario para encontrar algo con lo que protegerse de la lluvia. Porque una cosa era que le gustara las sensaciones que le transmitía la lluvia, y otra querer llegar al trabajo hecha una sopa. Porque no estaba la cosa para hacer como Gene Kelly y ponerse a cantar bajo la lluvia. Finalmente, consiguió encontrar un chubasquero tan amarillo que podría servir como refractante y verse a casi un kilómetro de distancia. Era práctico para días como aquel, donde todavía el sol no había despertado y las nubes regaban la tierra. Un día entre mil, sin exagerar. No era lo más bonito del mundo, pero no iba a ninguna fiesta elegante ni a un pase de modelos. Lo único importante era llegar a la oficina sin pillar una pulmonía. Que de la puerta de su casa a su despacho no había ni un kilómetro de distancia, recorrido que ya siempre hacía a pie. Y obviamente pasaba lo que pasa casi siempre cuando tienes el raro privilegio de tener el trabajo tan cerca: llegaba siempre justita de tiempo.

En la oficina el trabajo era rutinario. Era curioso que en plena era digital hubiera vuelto a ser trendding topic el código morse. Cuando se puso en marcha el proyecto Last Call, hubo muchas discusiones sobre el idioma que se debía usar. Los americanos intentaron imponer el inglés, pero los chinos defendían que el mandarín era el idioma más hablado. Los franceses defendieron también con vehemencia el suyo, incluso algún incauto propuso el castellano. Las discusiones se alargaron, porque la idea era poder construir un mensaje fácilmente entendible, independientemente del idioma. Finalmente, alguien propuso rescatar el famoso código que se usaba por vía telegráfica cuando todo el mundo usaba el barco para poder viajar de un continente a otro. Además, tenía la ventaja de que el morse era tan binario como el código de un ordenador. Y el mensaje no podía ser más simple. Tres puntos. Tres rayas. Tres puntos. Nada más. Un simple S.O.S. que resultaba más que adecuado para la situación que se vivía. Ahora solo faltaba esperar por una respuesta que no parecía llegar.

El trabajo de Marjorie era bastante sencillo. Simplemente era comprobar que todo funcionaba bien. Ver que los ordenadores seguían en su bucle infinito de mandar mensajes cada minuto a la parabólica, ver que seguía funcionando también la recepción para una posible respuesta, y registrar cualquier tipo de respuesta. Aunque, como hasta el momento, no había habido una respuesta, no sabía muy bien cual debería ser el protocolo a aplicar en el caso de que algún día llegara alguna. ¿Pero llegaría alguna respuesta alguna vez? Y más importante aún, ¿llegaría a tiempo? No se atrevía a calcular la probabilidad, incluso alguna vez la habían intentado calcular mediante simulación con distintos programas informáticos, jugando con las distintas reglas y los resultados eran tan terriblemente bajos, que resultaban deprimentes. Pero al menos no eran un cero absoluto, que sería lo que daría de no intentar nada, así que al menos era algo, aunque fuera una posibilidad remota, siempre era mejor que nada. Aunque en opinión de Marjorie, se había empezado tarde y mal. O, para ser más exactos, nunca se debió necesitar de un proyecto de esa clase, pero ya era tarde. No se podía volver hacia atrás en el tiempo y corregir los errores del pasado. Solo se podía aspirar en que alguna vez se aprendiera de los errores del pasado. Pero el ser humano no solo seguía siendo el único animal que tropezaba dos veces con la misma piedra. Tropezaba 20 veces, 50, 1000... hasta perder la cuenta. Lo peor no era eso, si no que parecía que daba igual todo.

Marjorie necesitaba alejar aquellos tristes pensamientos de su cabeza. Lo mejor era poner la radio, para ver si por una vez en el sorteo de Navidad salía el número que su abuela había convertido en tradicional. Parecía que nuevamente la Ley de los Grandes Números iba a decir que le tocaba seguir esperando, por lo menos un año más. Y mientras pensaba en su abuela, en aquel número cuyo significado nunca llegó a averiguar, en probabilidades minúsculas, en los mensajes que salían por la parabólica repitiendo constantemente la misma secuencia de puntos y rayas, y otras tantas cosas que cruzaban su mente a la velocidad del sonido, de repente supo exactamente lo que tenía que hacer. Fue como una revelación, como si todas las dudas se hubieran esfumado y hubiera encontrado una solución. No una solución a toda la problemática global que había requerido crear un proyecto de magnitudes tan grandes como el de Last Call, pero si una solución a esa pesadumbre que llevaba cargando sobre sus hombros desde hacía tanto y que no hacía más que oprimirla. Aprovechó que no había nadie en la oficina y se fue a grabar un mensaje de vídeo. Un mensaje del que haría 3 copias. Uno para ella, para cuando volviera a sentir esa pesadumbre que ahora apenas la dejaba vivir. Otro para dejarlo en la base, por si a alguien más le era de utilidad. Y un tercero para incluirlo entre los distintos envíos que se hacían por la parabólica. Seguramente no llegasen a ninguna parte, pero no hacía falta. El mensaje era más para ella que para el mundo. Y quizás para su abuela, si de algún modo pudiera hacérselo llegar. Respiró profundamente, se sentó en la silla de su despacho, activó la videocámara de su portátil, pulsó el botón de grabar y empezó a hablar, según el dictado de su corazón.

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