EL TESTAMENTO DEL PRIOR

capítulo 1

Capítulo 1

Jacobo, hombre justo donde los hubiera, dotado del don de la ecuanimidad y la razón, culto en una sociedad presa de las costumbres y la férrea ley de la religión recorría, como era costumbre en él, la panda sur del claustro a pasos lentos, dejando que el tiempo hiciera su trabajo. Era una construcción cuadrangular, en cuyo centro presidía una fuente. Esta se encontraba acompañada de un suntuoso jardín, el cual era cuidado por manos atentas en darle vida, con sumo esmero, delicadamente, consiguiendo de esta forma ofrecer a la vista la sensación de estar inmerso en el mismísimo paraíso con su gran colorido de plantas y flores. La galería se encontraba porticada, con arquerías que dejaban descansar todo su peso en unas columnas circulares. Los capiteles, violentados por un cincel y un martillo, fueron moldeados al antojo de las manos expertas de un grabador, con todo tipo de alegorías al Antiguo Testamento. Solo uno de aquellos adornos difería del resto de sus hermanos: una de sus caras daba al jardín, quién sabe si no la más agraciada ante la belleza que tenía delante. Trabajado en ella, la cabeza de un caballero cruzado diríase que no quería perderse toda aquella colorida vegetación del paraíso, o quizás, buscando la salvación por sus pecados cometidos cuando todavía era hombre de este mundo. En el lado derecho una bolsa, sobre ella, el número XIII; en el izquierdo, lo que parecía ser un documento rodeado de cabezas contemplándolo, en el lado que daba a la panda, sobresaliendo sobre la piedra madre, se podía observar la cruz de las ocho beatitudes. Solo cuando Jacobo se encontraba bajo su protección detenía su marcha, la miraba y realizaba la señal de la cruz sobre su cuerpo. Muchos eran los que habían contemplado tan peculiar escena en aquel lugar en concreto, pero ninguno en el monasterio supo nunca el motivo de aquel acto. Era un misterio que solo él sabía, manteniéndolo celosamente guardado.

Intentaba recorrer aquel trayecto muy tranquilo, sin prisa, dejando pasar un tiempo antes de que el siguiente pie rozara la dura piedra del suelo. Su destino no era otro que la lectura del manuscrito que tenía entre las manos, estaba tan absorto en sus páginas ricas en sabiduría, inmerso en su contenido, que no oyó las voces  provenientes del final del ala sur del claustro.

— ¡Padre, padre!

No fue hasta que no se encontraba a unos pasos de él cuando se percató de la llegada del joven novicio Francisco. Se giró, delante de él apareció una cara cuya semblanza con un tomate maduro a punto de ser recogido era idéntica. Se encontraba todo sofocado, jadeante, su pecho se movía a un ritmo frenético, dando grandes bocanadas al aire.

Era un muchacho menudo, casi sin carne cubriendo sus huesos, con muchas pecas rellenando su cara redonda, el pelo naranja, como en una puesta de sol. No debía tener más de catorce años, todos ellos dentro del recinto del monasterio, una historia que bien podía ser cantada por trovadores. Un día alguien lo dejó en el interior de un canastillo de mimbre a la puerta de la iglesia. Nunca se supo quién fue su madre, aunque todos daban por sabido que debió ser un hijo fuera del matrimonio. De haber salido a la luz aquel niño, hecho público su nacimiento, la madre hubiera sido repudiada por su marido, circunstancia que se daba en contadas ocasiones. La costumbre solía ser otra, mucho más trágica, separar el alma del cuerpo que había cometido el pecado del adulterio. Cuando lo encontraron allí, en aquel frágil recipiente, daban gracias a Dios de que su progenitora tomara aquella decisión y no se dirigiera al bosque en mitad de la noche, como era costumbre en aquellas tierras, a continuación de dar a luz a un hijo no deseado o bastardo, después de haber conseguido ocultar su gestación y ante la desesperación de poder ser descubierta. Allí dejaban al neonato, a merced de los animales salvajes, desenlace final que nadie quería ni tan siquiera pensar.