Cuento 10: Secuestro

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Aquel lunes de mayo, la niebla se deslizaba por las calles de la ciudad como una helada alma en pena y empañaba las gafas de baquelita de Alberto. No valía la pena sacar las manos entumecidas de los bolsillos con el único fin de ganar un poco de visibilidad.

Los treinta años que Alberto llevaba trabajando en la estación de servicio habían sido tan solitarios y rutinarios como su vida misma. Se había acostumbrado o más bien resignado a regresar a su casa antes de las seis de la mañana.

Antaño había soñado con hacer una carrera y formar una familia. Hoy en día se contentaba con una sopa caliente al amanecer y una mañana de sueño profundo. Con eso iba fantaseando hasta que el sonido de las ruedas de un auto frenando sobre el pavimento húmedo lo hizo detenerse en la esquina por la que acababa de doblar.

A cien metros de donde se encontraba, un vehículo del color del musgo se detuvo por completo y de él bajaron dos personas que no se molestaron en cerrar la puerta trasera. Algo en ellas hizo que los vellos de su nuca se erizaran. En ese momento reparó en que había alguien más en la vereda que, al igual que él, se había quedado petrificado.

Entrecerró los ojos para observar lo que estaba sucediendo. Nunca, en sus casi sesenta años de vida, había sido testigo de algo semejante. Los hombres del auto estaban forcejeando con la persona que estaba en la vereda e intentaban arrastrarla hacia el interior del coche.

Estaba siendo testigo de un secuestro. Tenía que salir de allí cuanto antes, pero sus piernas no respondieron a la orden de su cerebro. Antes de que el pobre hombre desapareciera en la parte trasera del vehículo, clavó sus ojos en el rostro de Alberto. No había dicho palabra alguna y a pesar de no poder distinguirlo bien a causa de la niebla y la distancia, estaba claro que esperaba que lo ayudase.

Uno de los secuestradores no había ingresado al auto y se había vuelto de repente deteniendo su mirada en Alberto, quien giró y comenzó a correr tan rápido como sus piernas se lo permitieron. Dobló un montón de esquinas y cruzó numerosas calles sin mirar por dónde iba. Parecía que su corazón iba a escapar de su pecho y solo se detuvo cuando las luces del amanecer lo hicieron reparar en que había estado corriendo durante muchísimo tiempo.

Regresó a su casa sin decirle a nadie lo que había visto. Su forma de ser había terminado por apartar a todos aquellos que podrían haberlo querido y el resto habían fallecido hacía tiempo, pero aunque hubiese tenido a alguien, consideraba que no podía ser una buena idea comentar lo que había visto.

Esa mañana no pudo dormir y tampoco descansó bien el resto de la semana. Solo salía para ir a trabajar y lo hacía por caminos alternativos, aunque eso implicara caminar algunas cuadras de más. El fin de semana también se quedó encerrado en su casa y solo fue al almacén de la esquina en una ocasión para abastecer su heladera.

El lunes cuando Alberto salió del trabajo se convenció de que era iluso por su parte continuar asustándose cada vez que escuchaba la frenada de un auto, en especial trabajando en una estación de servicio. Se armó de valor al final de su turno y optó por volver a su casa siguiendo el camino que hacía habitualmente antes de aquel suceso inesperado.

Hacía frío y la ciudad volvía a estar envuelta por una densa niebla blanca. Se detuvo tan solo por un segundo para buscar en su bolsillo el trozo de franela naranja que utilizaba a menudo para limpiar sus gafas y no fue capaz de reaccionar cuando el auto que lo había estado aterrorizando en su memoria se detuvo a apenas unos pasos del lugar en donde se encontraba.

Dos personas bajaron a toda prisa y lo aferraron con fuerza por los codos. Intentó resistirse, pero eran demasiado fuertes y lo arrastraron por el aire como si no pesara más que un niño.

Apenas pudo ver cómo el cristal de sus gafas se fragmentaba al encontrarse con el suelo. Miró a su borroso entorno desesperado y pudo distinguir a alguien observándolo desde la esquina. Le rogó al desconocido con los ojos y las mejillas llenas de lágrimas, pero era demasiado tarde. La puerta trasera se cerró después de que lo arrojaran al interior y en ese momento la voz de uno de sus captores mencionó que había alguien observando en la esquina.

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