Visita al zoo

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—Mira, mamá, el chimpancé pequeño se ha subido al árbol, ¡qué gracioso! —Fran saltaba mientras señalaba con el dedo y su madre se partía de risa. Pero no del chimpancé, sino de Fran, que parecía que tuviese muelles en los pies.

—¿Te gusta, cariño? A mí me recuerda a ti cuando te subes al castillo de cuerdas del parque...

—¡Nooooooo! —protestaba Fran, entre risas.

Hacía mucho tiempo que Teresa quería llevar a su hijo al zoo, y realmente no podría haber elegido un día mejor. El cielo estaba azul y hacía una temperatura perfecta. Había mucha gente, pero como no tenían prisa iban paseando con tranquilidad viendo a todas las especies de animales.

Antes de la jaula de los chimpancés habían pasado por el recinto de los elefantes, donde una pareja de macho y hembra jugaban a ver quién se quedaba con la rama de un árbol. Luego pasaron por la zona de los leones y de los tigres, con los que Fran se había quedado muy impresionado. El gran tigre de Siberia tenía un pelaje blanco y con pinta de terciopelo, y los ojos verdes más intensos que habían visto jamás.

La jaula de los osos también era de las más visitadas. A todo el mundo parecían gustarle los animales más fieros. Estos eran grandísimos, a Fran le habían parecido auténticos gigantes, y le había dado un poco de miedo verlos, pero por supuesto no le había dicho nada a su madre, no quería que Teresa pensase que era un cobarde... así que se había escondido disimuladamente detrás de ella.

En la zona de los reptiles su madre había sido la que había tenido miedo, y Fran se había hecho el superhéroe paseando tranquilamente entre las jaulas de los caimanes gigantes, las serpientes del Amazonas y los dragones de Komodo, aunque por delante de estos pasaron rápido, porque a Fran le sonaba algo de que los dragones echaban fuego y no quería comprobar si era verdad.

El animal que más le había gustado de todos había sido el lobo. Los lobos eran parecidos a perros, pero más bonitos. Tenían las patas más largas, y las orejas más puntiagudas. En la jaula había una mamá lobo con cuatro lobatos que descansaban a su lado, y el padre —o el lobo que a Fran le había parecido que era el padre— se sentaba a unos metros de ellos observando a todo el público. Seguramente, pensaba Fran, estaba atento a cualquier cosa mala que pudiese pasar a sus pequeños, igual que su madre siempre cuidaba de que nada malo le pasase a él.

Después de horas y horas dando vueltas entre tantos animales, las piernas de Fran y de su madre ya estaban cansadas y querían descansar, así que, después de comprar una camiseta para cada uno en la tienda del zoo, fueron camino de su coche.

Mientras la mamá de Fran  se colocaba el cinturón, observó que su hijo estaba un poco callado y pensativo.

—Cariño, ¿estás muy cansado, eh? Normalmente vas dando saltos hasta en el coche.

—Sí, mamá, estoy cansado. Pero no es eso.

—¿Entonces? —preguntó la madre— ¿Qué piensas?

—Mamá —dijo él, despacio— ¿Todos esos animales eran de peluche, verdad?

—Claro, hijo. Hace muchísimos años que la gente decidió que fuese así. Todos, absolutamente todos los zoos del mundo, tienen animales de peluche.

—Ya. Pero mamá, antes... ¿Antes en los zoos había animales de verdad? Carlitos, un amigo del colegio, me lo ha contado... Pero no estoy seguro, el profe dice que Carlitos tiene mucha imaginación...

—Pues en este caso Carlitos no se lo ha inventado. Antiguamente muchas ciudades tenían zoos llenos de animales de verdad. Esas jaulas que has visto hoy contenían lobos, elefantes y chimpancés capturados en la selva o en la sabana. Esos animales nunca jamás salían de ahí, estaban encerrados entre cuatro paredes, viendo siempre las mismas cosas, comiendo siempre lo mismo, sin poder salir.

—¿Por qué, mama? —Fran estaba triste, no podía dejar de imaginarse a esos animales del pasado de los que hablaba su madre—. ¿Quién los metía ahí?

—Gente que estaba dispuesta a quitarles su vida para que otra gente le pagase por verlos. Simplemente eso. Sé que es duro, cariño, pero no tienes que pensar en eso. Eso es cosa del pasado. Ahora todos los animales viven libres y eligen qué hacer con su vida. Se hicieron grandes reservas naturales a las que ninguna persona puede pasar, se controla que nadie les haga daño, que nadie los capture, que nadie los ponga en peligro.

—Mamá, creo que la gente, a veces, es un poco egoísta. Nadie quiere que le hagan eso. ¡Yo no quiero! —La tristeza había dado paso al enfado— Si me entero de que alguien vuelve a hacer un zoo con animales de verdad yo... yo... ¡Los soltaré a todos!

—Ja, ja, ja, ja —Su madre se partía de risa viendo su cara de enfado, pero se sentía tan orgullosa de su hijo que tenía unas ganas enormes de darle un abrazo.— Eso no va a pasar, cariño, ya te lo he dicho. Ahora todos los zoos tienen animales de peluche, y nos lo pasamos igual de bien paseando y viéndolos. Por cierto, que no sé si te has enterado de que el mes que viene abren una nueva zona en el zoo —dijo, para alegrar de nuevo a su hijo— la zona de aves exóticas. ¿Vamos a venir a verla?

—¡Pues claro! —Ahora sí que saltaba otra vez de alegría—. ¡Me pido que sí!

—¡Yo también me pido que sí! —gritó su madre mientras arrancaba el coche.

Salieron despacio del aparcamiento mientras Fran empezaba a inventarse una canción sobre los animales del zoo. Por un momento, pensar que todos esos animales podrían haber sido de verdad le había revuelto las tripas. ¿Cómo podía ser alguien tan insensible y egoísta para disfrutar viendo jaulas llenas de animales tristes por no poder estar con su familia? Animales sin libertad. Animales como espectáculo para gente aburrida.

Siguió cantando mientras salían del zoo. Volverían al siguiente mes a ver a las aves exóticas. De peluche, claro. Ningún zoológico del mundo volvería a tener nunca animales de verdad. Ninguno. Su madre se lo había dicho, y Fran tenía el corazón feliz.

Ninguna jaula del mundo debería volver a encerrar nunca jamás a un animal de verdad.

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⏰ Last updated: Jun 17, 2022 ⏰

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