Y, como todo a lo que tuve miedo alguna vez en la vida, decidí dejar que me destruyera, someterme diario al pavor de su proximidad, hasta que acabara acostumbrándome. Hasta que ya no le temiera.

Empecé a consumir seguido pequeñas dosis de la droga, al principio en porciones minúsculas, siempre con el estómago lleno, siempre lejos del alcance de cualquiera que pudiera aprovechar mi vulnerabilidad.

Su efecto era tan letal, tan ineludible, que incluso la dosis mínima de su líquido ambarino me dejaba carcajeándome por horas; aunque si me esforzaba, supongo que habría podido ocultar alguna verdad. Nunca lo sabré, por suerte no hizo falta ponerme a prueba.

Con el tiempo, fui resistiendo más el efecto, aguantando la risa, sobreviviendo a la sensación de mareo, siendo capaz de caminar sin tambalearme hasta caer, evocando el odio que llevaba por dentro. Y cuando alcanzaba ese punto, aumentaba la dosis.

Si el efecto colateral no me hubiese dejado tan débil, desorientada y con una sensación de náuseas y fiebre recurrente, habría avanzado con mis sesiones de envenenamiento diario. Pero, a veces, me tocaba parar hasta una semana para recuperarme. A veces mi piel sufría reacciones alérgicas que debía aprender a ocultar y desaparecer, a veces la deshidratación amenazaba con ganar la partida.

Pero, al final, después de semanas, meses y años, lo conseguí. Me destruí por dentro. Me envenené hasta que mi sangre recibía la droga como a una amiga más del montón. Me inmunicé, a costa de dañarme a diario.

Pero eso no podía saberlo nadie. Ni siquiera Dain. En especial, no él. Era el último que debía enterarse.

Luego de la traición, me encerraron a cumplir mi condena en el calabozo de la sección subterránea del cuartel, pero ni un cabello me tocaron hasta alimentarme primero.

Percibí el sabor de la brigga en el licor que me dieron a beber.  Aunque no la hubieran usado en tan alta dosis, estaba tan acostumbrada a ella, a su olor, a su regusto amargo y aceitoso, que la habría reconocido de cualquier modo.

Cuando la sentí, entendí que podrían hacerme mucho, muchísimo, más daño si descubrían mi inmunidad. Así que decidí fingir, los dejé creer que la droga surtía efecto en mí, y no solo esa vez. Lo hice cada día de mi encierro.

Esa fue la peor tortura, tener que vivir la humillación, el maltrato y los interrogatorios consciente, pero siempre agradecida. Siempre con una sonrisa en la cara.

Cuando me interrogaron la primera vez, estaba tan preocupada de que me descubrieran, tan desesperada por convencerlos, que respondí hasta la más sucias de sus preguntas. Describí mis traiciones más populares, acepté con risitas tontas todas las veces que me acosté con alguien de la brigada, relaté detalles sobre los rumores más controversiales que había sobre mí, incluyendo las prácticas más obscenas de las que todos habían escuchado sin confirmación mía.

Y los escuché reírse, alentarme a hablar de más como si fuéramos amigos íntimos. Soporté sus comentarios denigrantes, sus putrefactas descripciones sobre lo que querían hacerme, sus veredictos sobre mi persona.

Siempre sonreí, y actué como si sus dardos despectivos y misóginos fueran los halagos más inmerecidos que alguna vez recibí, a pesar de que me cocinaba por dentro.

Tuve que dejar que me abofetearan sin maldecirlos, buscando una manera sobrehumana de que las lágrimas no escaparan de mis ojos.

Cuando me bañaban con agua helada sin quitarme ni uno de mis harapos, fingía que me imaginaba en un manantial. Y cuando me dejaban ahí, empapada y sin nada para secarme, nada para cubrirme del frío, tuve que fingir que no temblaba, que no estaba a punto de morir de hipotermia, por miedo a que estuviesen mirando por alguna rendija.

Nerd 2.5: Parafilia [+18] [COMPLETA]Where stories live. Discover now