Amé la forma en que escapabas de tu normalidad, de ese Mihk que era solo para mí. Eras tan confesional, tan arrebatador para ti mismo que me agradecía el milagro de sacar esa versión de ti a la luz.

Pero cada que te escondías me matabas.

***

La luz espesa del día se cuela a través de las cortinas. Ahora que la parálisis del sueño no me ataca, mis sentidos están despiertos y notan el perfume de mi nuevo inquilino. Un inquilino especial.

Noto su respiración acompasada. Está encima de mí.

Bueno, no.

Está en la parte superior de la litera. Veo que sus dedos resbalan un poco del borde y que están embadurnados de una capa brillante de granito, al parecer. ¿Será que tuvo mucho frío y empezó a encender la chimenea? Demonios. Lamento no haber tenido el tiempo para preparar su bienvenida mientras preparo la ducha.

***

Al terminar de ducharme y de preparar la tina de mi inquilino, ayudo a mamá a preparar el desayuno.

—¿Cómo amaneciste, hijo? —pregunta ella. Sus manos parecen mecánicas. Van de aquí para allá, como siempre, como si conociera todos los secretos universales de la comida y sus ingredientes.

—Bien, mamá. Un poco apenado porque olvidé la llegada de Mihkel.

—Oh, Santo Cielo. No te preocupes. Tuve tiempo de arreglar su cama y de recibirlo. Me quedé por unas pocas horas en el recibidor. Ayer trabajaste muy duro, Anton.

—Lo normal, mamá.

—¿Seguro?

—Sí, seguro —confirmo mientras le paso la miel de maple tras su mirada mágica de pásame-eso.

—Si tú quieres podemos contratar a unos cuantos trabajadores más, hijo. Solo para que no te agobies demasiado.

—No hace falta, ma. Confía en mí.

—Siempre lo hago.

—Ahora, si me permites un momento, iré a checar si ya se despertó Mihkel.

—Claro, ve.

Como buena persona de Estonia siempre he pensado que la madera guarda recuerdos. Siempre que puedo toco la madera de los árboles y llevo conmigo los collares que venden en la feria anual. Hoy sé que la madera guarda una magia muy diferente. Lo sé porque él la ha tocado con una especie de veneración cuando me mira desde arriba.

Está semidesnudo porque acaba de salir de bañar. Aparto mi vista de su piel dorada y trato de evitar mi rubor.

—Eh, perdón. Solo quería preguntarte si pasaste una buena noche. Ah, y que el desayuno está listo para cuando quieras bajar.

—Gracias. —Es lo único que responde. Por guiar mi vista a otra parte (ojalá hubiera podido esconderla en otro universo) no sé si lo expresa con enfado o incomodidad. Pongo pies en polvorosa y me retiro.

Tengo el presentimiento de que será el desayuno más penoso en la historia de la humanidad.

Cuando llego a la mesa todo es un espectáculo visual. Un ritual culinario, vaya. Retiro lo dicho. Será lo más especial para Mihkel, tanto que creo que valdrá la pena la ausente bienvenida de anoche.

Guten tag! —saluda Mihkel—. Perdón, buen día.

—Buen día —me precipito en todas las connotaciones posibles—. Primero que todo, quiero disculparme por no haberte recibido anoche, Mihkel. Caí rendido después de mi jornada.

—No te preocupes, Anton. Me contó tu mamá lo dedicado que eres. —Mamá asiente en respuesta. Noto que Mihkel se sonroja sin motivo aparente—. Así que olvídalo, no pasa absolutamente nada.

—Gracias por comprender, Mihk..., Mihkel.

—Bueno, ahora pasaremos a rezar. No tienes por qué hacerlo tú, Mihkel, es solo una costumbre de nuestro pueblo.

—Está bien —responde con un deje de sorpresa.

Mamá comienza en voz baja su letanía. Yo cierro los ojos repitiendo sus palabras en mi mente.

Gracias dioses por el trigo de los campos y el agua de los manantiales. Damos gracias por el sol que se levanta cada mañana y la luna que ilumina nuestra oscuridad. Por sus sabios alimentos y su santa clemencia agradecidos estamos.

Agradecidos estamos —concluyo.

Mihkel nos observa con detenimiento y asombro. No es extrañeza, es admiración. Le dirijo una mirada de después-te-explico y comenzamos a comer.

—Uhm, está delicioso —exclama tras el primer bocado a su waffle de manzanas—. ¿Están seguros de que las manzanas son de este planeta?

Su comentario ensancha una sonrisa en el rostro de mamá. Y en el mío. Su manera de encadenar las palabras merece todas las estrellas del firmamento.

—Gracias, cariño —agradece mamá—. Son manzanas de nuestra huerta. Cuando quieras Anton puede llevarte a conocerlas.

—Estaría encantado.

Y con esas palabras y esa mirada parece que he engullido una aurora boreal.

Nuestra mañana transcurre en hablar de las costumbres tan peculiares que tiene nuestro pueblo, de los mitos que ni en cien años se le hubieran ocurrido a aquel país de donde viene, de la forma en que cuido los tulipanes, en los paseos en bicicleta que tanto le gustan... Y parece que de pronto, en dos o tres palabras, lo llevo conociendo de toda la vida. Él dice que le gusta nadar, que su cuerpo es mitad huesos y carne y mitad agua de mar. Que es un tritón. Habla de sus técnicas de nado favoritas, chocamos nuestras copas, hacemos una fiesta con la facilidad de nuestras risas y es solo una mañana con la cara de una felicidad eterna donde no caben las preocupaciones.

—¿Y a qué has venido de tan lejos, Mihkel? —pregunta mamá.

Temo que la respuesta de Mihkel la tome por sorpresa, pero ya le había advertido sobre cómo esta gente se lo toma todo muy a pecho. Y él sabe con precisión qué palabras usar en cada momento. Vaya que lo sabe.

—Vine a inspirarme para mi próxima colección de esculturas.

Sigue hablando de cómo trabaja la piedra y de cómo ama las montañas.

—Al final del invierno ocurre un espectáculo que es como un acto de magia. Hay una montaña que tiene una cuña en lo alto con una especie de anillo y el sol da de lleno en ese círculo y la luz es tan potente que puedes ver todas las venas y cartílagos de tu mano.

—Wow. ¡Habrá que comprobarlo!

Mamá recoge los cubiertos. Él pone una mano sobre su mejilla y me observa. Entonces lo sé. Sé que no tengo que esperar por el final del invierno porque él por fin está aquí. Él lo ha terminado. 

EL AMOR QUE TUVIMOS Y PERDIMOSWhere stories live. Discover now