UNA PROPUESTA DE ESTADO

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Y dije yo: "Ha de ser veloz y blanca,

y sutilmente cálida y en parte perversa,

y más dulce que la fruta madura cuando la muerdes,

y esbelta y tan feroz como el amor de una serpiente".

Algunos hombres han tenido deseos peores.

A. C. Swinburne (1837–1909)


Recojo el ramo que me ofrece el Rey y le doy las gracias sonriendo. Hago un gesto con los dedos por encima del hombro y un sirviente se lo lleva con instrucciones de arreglarlo en algún jarrón de mi petite appartement. Luis toma mi mano y la aprieta con cariño mientras cruzamos una cálida mirada. Sin soltarme, despide a las damas disolviendo la reunión de lectura, cosa que le agradezco desde el fondo de mi corazón. Cuando la última falda pomposa desaparece por la puerta y quedamos al fin solos los tres, me relajo abandonando el protocolo y alzo la mirada al techo soltando un cómico suspiro de alivio.

- ¿Habíais visto alguna vez un grupo tan soporífero? - pregunto en voz baja, por temor a que aún puedan oírme tras las puertas-. Si no llegáis a aparecer en este momento creo que ya le habría quitado el libro a Gabrielle y lo habría tirado por la ventana. Hace tiempo que no les doy buen material para el cotilleo y ya están recurriendo a entretenerse con las historias más absurdamente románticas que han podido encontrar.

Luis ríe mi ocurrencia, se lleva mi mano a los labios y deposita un casto beso en la palma abierta. Me siento un poco incómoda demostrando tanta familiaridad delante de Blaisdell y le lanzo una mirada de reojo mientras mi marido me besa. El Ministro nos observa con los brazos a la espalda y su eterna sonrisa, como la de un zorro satisfecho. Aún teniendo en cuenta la diferencia de caracteres, es quizá el único amigo del Rey. En mi caso su papel se parece más al de un valioso aliado. Muchos "amigos" huyeron como ratas al encontrarnos con las primeras dificultades, pero él me había permanecido fiel hasta el final, apoyándome sobre todo en mis decisiones más cuestionables. Todavía recuerdo su evidente satisfacción al oír el castigo que yo misma había decidido para Jeanne de la Motte. Y estoy segura de que esa decisión aumentó de algún modo su respeto hacia mí, si es que antes había tenido algo. Era un hombre terrorífico que no se molestaba en ocultar su dedicación acérrima por la Corona francesa, a la que situaba por encima de todo y de todos después de su querida Francia. Su pasión por el deber no tenía límites, llegando a rozar incluso el sadismo y la obsesión.

Era terrible y apuesto, comparable al Rey o incluso a Fersen. Pero, muy al contrario que el Conde y su carisma arrollador, Blaisdell no llamaba la atención y pasaba desapercibido fácilmente. Solía vestirse con un corte impecable, pero en tonos grises o apagados, una pulcra peluca en el mismo tono y ropa con menos adorno de lo que dictaba la moda. Apenas unos bordados plateados y poco más. Siempre a la sombra del Rey, no estaba casado, ni se le conocían amantes, ni las damas hablaban de él con las mejillas sonrojadas, como sí sucedía por ejemplo con el Marques de Lafayette, aunque él ni siquiera lo pretendiera.

Mientras Luis me habla no puedo evitar fijarme en la línea de los pómulos de Blaisdell, en sus cejas expresivas, la elegancia de su nariz... Cuando llego a sus fríos ojos grises me tropiezo con una pícara mirada cargada de curiosidad y me doy cuenta de que él también me ha estado observado. La sonrisa de sus labios se acentúa ligeramente y aparto rápido la vista fijándola en un punto indefinido sobre su hombro.

-Mi Reina -comienza a decir Luis-. Creía que estas reuniones con las damas te divertían. Pero si ya no te entretienen siempre puedes pasar más tiempo en nuestra compañía... En la de cualquiera de nosotros -continúa, haciendo un gesto exagerado hacia Blaisdell-. Precisamente hoy te echábamos de menos. Estábamos enfrascados en una animada charla sobre astronomía, cuando nos distrajeron los sirvientes renovando las flores de palacio...

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