Harper Finch

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No era la chica más guapa que había contratado, desde luego. Tenía un aire distraído y se movía como comedida, como ahorrando fuerzas en cada uno de sus gestos. Becket arrugó la nariz, mientras la miraba desde detrás de la barra. 

-¿Qué te parece?- le preguntó a Stan, uno de los cocineros que llevaba allí metido casi veinte años y que, como cada noche, repetía su ritual de meterse un lingotazo de ginebra antes de comenzar su turno. 

-No tiene culo- soltó, con uno de esos gruñidos difíciles de descifrar. Backet ya se había hecho a ellos muchos años atrás. 

Frunció los labios, pensativo. No, no era ni de lejos la tía más buena que había entrado allí, y eso que de los suburbios venían chicas a diario pidiendo un curro de lo que fuera. Se movían con esos andares de loba y con esas sonrisas de saber bien lo que quieres, porque aprendían a chuparla a los 12 años en esos barrios del sur. Allí se amontonaban los blancos pobres, los yonkis, la basura de la basura. Las latinas y las negras le gustaban más, no le suscitaban pena ninguna. Es decir, sabía que su sitio era la mierda. Pero cuando llegaban crías así, con los 21 aún por cumplir, joder, como que algo se le encendía por dentro de pura rabia que le subía por la garganta y le daba ganas de vomitar. 

Tenía el pelo largo y lacio, de un rubio como desganado. Su piel era muy pálida y algunas pecas salpicaban sus mejillas. De su rostro, pues bueno, nada llamaba la atención. Labios finos, nariz pequeña, ojos grandes y verdes. Quizás, unos minutos después de verla, lo único que perduraba en la memoria de uno era lo profundo de sus ojeras, como si llevara noches sin dormir. 

Por lo demás, pues si. Ni culo, ni tetas, ni nada de carne destacable. Solo hueso en los hombros. El uniforme de camarera, con esa falda rosa chillona, le venía grande.

-Espero que por lo menos la chupe bien- sonríe. Stan soltó otro gruñido. No era un hombre de palabras. 

Siempre la chupaban bien las niñas de los suburbios, aunque tenían ese aire autosuficiente, como si de verdad pensaran que son mejores que tú. Las putas del otro lado del río es lo que tienen; que hacen la calle creyéndose reinas. Menudas zorras estaban hechas, no soportaba esos aires de grandeza que se traían. Por lo menos las latinas y las negras sabían cual era su sitio. 

Harper Finch, se llamaba la muchacha. Un nombre estúpido para una estúpida que seguro que llevaba tras de si dos o tres críos que le habían hecho los inservibles del barrio. Nunca salían de allí: se pasaban la vida engendrando monstruos como ellos que acababan esnifando pegamento y dejaban el colegio antes de terminar la primaria. Sí, venían cientos de chicas como ella y muchas lo dejaban a los dos días. No estaban hechas para el trabajo de verdad. 

Becket lo pensaba así: esa gente estaba hecha para paralizar al Estado y nada más. Para morirse en la puerta del hospital porque preferían gastarse el dinero del seguro en drogas. Se metían en ese pozo de mierda y elegían no salir porque ser basura era muy cómodo. 

Qué mala leche le subía. Cómo apestaba a pobre aquella tía. Menudos gilipollas el señor y la señora Malone, putos viejos asquerosos que les obligaban a contratar a todas esas niñatas de mierda.

Él intuía que los Malone habían salido de ese mismo barrio o de un ambiente de mierda parecido. Se dedicaban a guardar la comida para los pobres y a dar empleo a toda esa basura adicta al crack. Estaban ya viejos para ir a la cafetería y servir los desayunos asquerosos que ponían allí, pero seguían exigiendo ese tipo de gilipolleces. Becket, como gerente, ya podía pasárselo por el forro de los cojones. Solo era cuestión de hacerles la pelota un poco y cumplir esas peticiones de vez en cuando. Desde luego, ahora se había acabado tanto cachondeo. Los ricos habían decidido que esa era la zona de moda, justo al lado del río, y jóvenes culturetas de todas partes se hacían con un apartamento por allí. Les había oído hablar de la decadencia del mundo y de la belleza en la basura mientras pedían un desayuno con café light. Hablaban de los pobres y de los adictos a las drogas. Pero nunca, nunca, bajo ningún concepto se atrevían a coger el tranvía para cruzar el río. 

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