—Por supuesto, lo único que te importa es tu orgullo herido. ¿Y qué me dices del mío? ¿Acaso debo permitir que me dejes como a una tonta? De todas formas, para tu información, Robert y yo no nos besábamos… bueno, quiero decir… En fin, el pobre hombre debió pensar que, después de la escenita que acabábamos de presenciar, me sentiría herida y solo quiso consolarme.

—Pero claro, tú no necesitabas consuelo, porque no te importó lo más mínimo que yo besara a Pamela. Lo que pasa es que siempre tienes que andar besando a todo el mundo. Disfrutas provocando a los hombres —afirmó Leopold, rabioso.

Ahora fue Catalina la que se puso furiosa y pasó a la ofensiva soltando lo más hiriente que se le ocurrió.

—En realidad no estamos prometidos, así que ambos somos libres de besar a quien nos dé la gana. No sé a cuento de qué viene este paripé de novio celoso, Leo; los melodramas siempre me han aburrido, la verdad —respondió con desdén.

Al escuchar sus palabras, la cólera de Leopold se desbordó como la espuma de una botella de champán que alguien hubiera agitado con fuerza y, por primera vez desde que lo conocía, Catalina fue testigo de aquello que siempre había deseado presenciar: ver a su vecino, siempre tan dueño de sí, perder el control.

El espectáculo resultaba aterrador.

Leopold se acercó a ella con expresión asesina y, al verlo, la joven, atemorizada, se volvió y salió corriendo del salón. Catalina subió los escalones de dos en dos, mientras escuchaba los pasos de su vecino a su espalda, cada vez más cerca. Jadeante, se metió en su habitación y le cerró la puerta en las narices dando la vuelta a la llave. Cat apoyó la espalda sobre la madera tratando de recuperar el aliento y cerró los ojos, pero, de repente, una voz amenazadora sonó muy cerca de su oído y le hizo abrirlos de nuevo, sobresaltada:

—Me parece que olvidaste un pequeño detalle…

Leopold había entrado por la puerta del cuarto de baño y estaba de pie junto a ella. Asustada, Catalina forcejeó con la cerradura para escapar del cuarto, pero el hombre apoyó la mano en la puerta y le impidió abrirla.

—¿Y ahora qué? —la desafió con voz suave. Las aletas de la nariz masculina se abrían y se cerraban como las de un caballo purasangre y, sin saber por qué, ese movimiento casi imperceptible le puso a Cat la piel de gallina.

—Mira, Leo, no es lo que tú piensas. Tranquilízate, es mejor que hablemos como personas civilizadas —a pesar de que su voz temblaba ligeramente, Cat trató de parecer calmada.

—Yo estoy muy tranquilo, querida Catalina —contestó él acercándose a ella con lentitud, al tiempo que Cat reculaba hacia el centro de la habitación hasta que, en un momento dado, sus piernas chocaron contra la cama y no pudo seguir retrocediendo.

—Esto no tiene sentido, Leo. Recuerda que nuestro compromiso no es real; yo no te he engañado —los iris de Leopold ardían despidiendo llamaradas plateadas y Catalina apenas reconocía en ese extraño de ojos abrasadores a su amistoso vecino, que siempre había hecho alarde de un autocontrol ejemplar.

—Tú aceptaste convertirte en mi prometida durante un tiempo, así que lo mínimo que puedes hacer es comportarte con un poco de dignidad y no ir por ahí provocando. Creo que no es mucho pedir que, durante unos pocos días, dejes de abrazar y besar al resto de los hombres que pueblan este universo.

—¡Basta, eres injusto! —respondió Catalina muy enfadada y empujó ese pecho imponente que se encontraba tan cerca del suyo, aunque no consiguió que se desplazara ni un milímetro.

Las pupilas de Leopold resbalaron con lentitud por el cabello revuelto y el rostro sonrojado de la chica y se detuvieron en sus ojos castaños, que parecían más grandes que nunca, cuyas chispas doradas amenazaban con calcinarlo.

Algo Más Que Vecinos Where stories live. Discover now