—Sabes muy bien lo que quiero decir. No más besuqueos ni abrazos en público.

—¿En privado sí?

Cat alzó los ojos al cielo, exasperada.

—Leo…

—Está bien, Catalina, prometo comportarme, solo quería demostrar a esa irritante pareja que lo nuestro no es una farsa, como parecen creer —dijo al tiempo que colocaba la mano de la chica en el hueco de su brazo y la conducía hacia el comedor.

—Pero, de hecho, Leo, eso es precisamente lo que es —le recordó ella como si estuviera explicando un asunto obvio a un niño pequeño.

—Sí, pero ellos no tienen por qué saberlo —ya habían llegado al comedor, así que Cat no pudo responderle.

La cena transcurrió en un ambiente tan formal, cada uno sentado en una punta de la inmensa mesa de caoba, que las conversaciones resultaban envaradas y poco naturales. Por suerte, Leopold estaba frente a ella y, cuando su madre o Pamela hacían un comentario más absurdo que los demás, ponía los ojos en blanco de una manera que, en una ocasión, Catalina tuvo que hundir la cabeza en la servilleta y simular un ataque de tos. Después de unos segundos, alzó el rostro congestionado y miró a su vecino con el ceño fruncido, pero él se limitó a devolverle una mirada inocente.

Leopold tuvo que reconocer que nunca lo había pasado tan bien en una cena en su casa. Catalina y él parecían poder comunicarse con solo mirarse y, cada poco tiempo, tenía que hacer esfuerzos para contener una carcajada ante los comentarios que la joven realizaba con una supuesta candidez.

Cuando terminaron de cenar, volvieron al salón y Bates sirvió unas copas de licor y unos bombones. Robert aprovechó para sentarse en un sillón al lado de Catalina y empezó a hablarle en voz baja, sin perder ocasión de rozar la piel desnuda de su brazo a la menor oportunidad.

Pamela, a su vez, se había sentado junto a Leopold y trataba de acaparar su atención contándole una serie de anécdotas de caza, mientras su madre miraba la incómoda situación con complacencia. Su hijo era apenas consciente de las respuestas que le daba a la pelirroja; Robert manos largas le estaba poniendo de los nervios. Por fin, en un momento dado le dijo a Cat:

—Catalina, cariño, me imagino que debes estar cansada, quizá deberíamos irnos a acostar.

—Tienes razón, Leo, ha sido un día muy largo, será lo mejor —respondió la joven lanzándole una mirada de agradecimiento.

—¿De verdad nos abandonas ya, preciosa Cat? No sé si podré soportar esta despedida —Robert alzó la mano femenina y depositó en su palma un húmedo beso, mientras la miraba a los ojos de una manera insinuante.

Leopold apretó los puños y estuvo tentado de estrellar uno de ellos contra su cara, pero con un gran esfuerzo consiguió contenerse. Catalina se despidió sonriente de todo el mundo, apoyó su mano en el brazo de Leopold y salió de la habitación.

—Dios mío, Leopold, te has portado fatal, creí que me daría un ataque —comentó la joven cuando estuvieron a una distancia prudencial, apretando más su brazo y mirándolo risueña.

—¿Yo? Has sido tú con tus preguntas ingenuas. Me estabas poniendo al borde del abismo —replicó su vecino con fingida indignación.

Catalina soltó una de sus contagiosas carcajadas y Leopold la miró con afecto.

—Me alegro de que hayas aceptado venir conmigo Catalina.

—Yo también me alegro, Leo.

Se detuvieron ante la puerta de la habitación de Cat. Ella alzó su rostro aún sonriente hacia él y, por un instante, las pupilas de uno quedaron atrapadas en las pupilas del otro y sus respiraciones se volvieron más trabajosas. El ruido de una puerta al cerrarse de golpe en algún lugar de la casa los arrancó con brusquedad del encantamiento y, algo turbada, Catalina se despidió de él:

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