—¿Has cenado? —preguntó Leopold, que había entrado detrás de la chica.

—No, pero no podría tragar bocado.

—Te calentaré un poco de leche —dijo él dirigiéndose a la cocina.

Sin fuerzas para discutir, Catalina se desplomó en el sillón. Leopold volvió a los pocos minutos llevando una bandeja con un vaso de leche y unas galletas, se sentó a su lado en el sofá y le tendió el vaso. La joven dio unos cuantos sorbos y lo volvió a dejar sobre la mesa.

—Estaba preocupado por ti.

—Como puedes ver no me ocurre nada —Catalina se quedó en silencio durante unos segundos y luego prosiguió—: Se trata de Rachel…

Los labios femeninos empezaron a temblar de nuevo y Leopold recordó a la chica con síndrome de Down que había conocido el día de la exposición.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó él con suavidad, al tiempo que se acercaba más a ella y la abrazaba, obligándola a apoyar la cabeza en el hueco de su brazo.

—Estábamos en clase pintando y, de repente, ha caído al suelo fulminada. He llamado a emergencias; enseguida han enviado una ambulancia y yo la he acompañado al hospital. Durante horas le han hecho prácticamente de todo, pero… —Catalina que hasta ese momento había relatado los acontecimientos con una voz monótona e inexpresiva, se derrumbó, hundió la cabeza en el pecho masculino y empezó a sollozar destrozada. Leopold la apretó más contra sí, deseando poder consolarla, pero sintiéndose impotente.

—Ha muerto. Cuando ha llegado su madre he tenido que darle la noticia —los sollozos arreciaron contra la camisa masculina—. Oh, Leo, ha sido tan horrible…

Leopold la dejó llorar hasta que su camisa quedó empapada, limitándose a acariciar su pelo y su espalda con un roce tranquilizador. Al cabo de varios minutos, las lágrimas habían dejado de fluir y tan solo algún estremecimiento aislado sacudía su cuerpo esbelto de vez en cuando. Por fin, Cat alzó su rostro desencajado hacia él.

—Muchas gracias, Leo. Necesitaba contárselo a alguien.

—No me des las gracias, Catalina —respondió Leopold secándole las lágrimas con las yemas de sus pulgares.

Catalina trató de levantarse, pero sus rodillas estaban tan flojas que se vio obligada a sentarse de nuevo en el sillón. Su vecino se incorporó, la cogió entre sus brazos como si no pesara nada y se dirigió al dormitorio. Con delicadeza, la depositó sobre la cama y la ayudó a quitarse la chaqueta y las botas que llevaba puestas.

—De verdad, Leo, no es necesario…

—Tú hiciste lo mismo por mí, ¿recuerdas? Solo te devuelvo el favor.

La joven esbozó una débil sonrisa y cogió el pijama que su vecino le tendía.

—Póntelo y volveré a arroparte— le dijo Leopold con ternura antes de salir de la habitación.

Al volver a entrar, Catalina yacía tendida en la gran cama de su tío, con las blancas sábanas subidas hasta la barbilla. Leopold se sentó en el colchón a su lado y agarró una de sus manos.

—¿Te encuentras un poco mejor?

—Algo —respondió ella—, pero creo que no podré pegar ojo esta noche.

Mirando su rostro agotado, Leopold dijo:

—Déjame a mí. Cierra los ojos y trata de relajarte.

Obediente Catalina cerró los párpados y, al instante, notó los dedos masculinos, ligeros como el roce de una pestaña, deslizándose por el arco de sus cejas, delineando su tabique nasal, trazando el contorno de sus ojos, sus pómulos, la línea de la mandíbula y, sin ser consciente de ello, sus tensos músculos comenzaron a relajarse hasta que, por fin, el cansancio y el estrés acumulados le pasaron factura y se quedó profundamente dormida.

Algo Más Que Vecinos Kde žijí příběhy. Začni objevovat