—De las más bonitas que he visto jamás, podrías dedicarte a ello profesionalmente.

—Al principio pensé que quizá estaba rizando un poco el rizo. No quería que creyeras que planeaba una velada romántica con ánimo de seducirte a los postres —comentó guiñándole un ojo con expresión traviesa—, pero luego he decidido que, después de lo que has trabajado esta noche, te mereces lo mejor de lo mejor.

—Muchas gracias, mademoiselle —contestó Leopold haciendo una elegante reverencia, a pesar de que todavía sujetaba la fuente de pasta entre sus manos.

—Traeré el agua y el pan —dijo Cat y al volver aprovechó para rellenar la copa de vino de su vecino—. Siéntate. A partir de ahora yo me encargo de todo —la joven se sentó frente a él, se sirvió una buena ración de pasta y, expectante, se llevó un tenedor a la boca.

—Hmm. Delicioso —declaró Catalina paladeando la mezcla de sabores con los ojos cerrados, lo que provocó que Leopold se sintiera absurdamente orgulloso por su comentario.

A pesar de los temores de Leopold, la cena resultó un éxito; charlaron de diversos temas y, aunque en muchos de ellos sus opiniones no coincidían en absoluto, la conversación resultó muy animada. Gallagher disfrutó de la experiencia de hablar con una mujer sin preocuparse por tener que deslumbrarla y pensó que Catalina, cuando no pretendía resultar irritante, era una persona divertida y encantadora. De pronto, la idea de ser amigo suyo lo atraía; nunca había tenido una amiga del sexo femenino.

—Tengo una gran noticia… —anunció Cat de repente.

—Cuenta —Leopold se vio obligado a parpadear para resistir el fulgor dorado de sus ojos.

—Una persona anónima ha comprado el cuadro de Peter. ¿Sabes cuánto ha pagado por él? —preguntó con la boca llena, al tiempo que gesticulaba con los cubiertos.

—Ni idea —contestó Leopold, pensando en el lienzo que colgaba ahora de una de las paredes de su dormitorio.

—Lo suficiente para que podamos reformar el edificio y todavía nos sobre un poco para nuevos proyectos —el hombre casi podía palpar el entusiasmo de su vecina.

—Vaya, me alegro.

—Es increíble. Da la sensación de que vivimos en un mundo espantoso y egoísta en el que todos estamos tan ocupados que no tenemos tiempo para a pensar en nadie más que en nosotros mismos, pero cuando las cosas se ponen realmente mal, siempre surge un alma generosa para echar un cable.

—Eres una romántica —afirmó Leopold revolviéndose incómodo en su silla.

—Y tú un cínico —replicó Cat con indignación.

—Llevo mucho tiempo viviendo en el mundo real y sé que las cosas no son tan bonitas como tú las pintas —respondió, flemático, llevándose la copa a los labios.

—Pues estás equivocado y ahí tienes la prueba —Catalina lo miró, triunfante.

Cuando terminaron de cenar, Cat no le dejó recoger ni un tenedor; lo llevó todo a la cocina y le dijo que ya lo lavaría más tarde. Enseguida quitó el mantel y sacó un tablero de ajedrez en el que colocó las antiguas piezas de marfil de su tío Paul.

—No sé si mi cabeza está muy despejada después de la comilona y la copa de vino.

—Excusas —respondió él—. Yo acabo de llegar de Nueva York y he comido y bebido más que tú.

«Aunque no mucho más», pensó para sí, pues su vecina había repetido dos veces.

La verdad era que cocinar para una mujer como ella, que disfrutaba con la comida —no como Alison que se limitaba a hacer montoncitos con el tenedor—, era un auténtico placer.

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