Capítulo 1

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Henrietta, agosto de 1671

El mar cristalino devoraba el sol del atardecer tiñendo el cielo de un azul oscuro y trayendo la penumbra a la tranquila y callada isla. El viento soplaba fuerte, como siempre en agosto. Los habitantes de Henrietta ya estaban acostumbrados: hacía más de cuarenta años que habían llegado los primeros colonizadores, la mayoría desde Inglaterra, y sabían perfectamente que los fuertes vientos no les harían daño.

Era un tranquilo ocaso de agosto.

Quien no estaba tranquilo era Dan, el pequeño hombre que vigilaba con su catalejo la entrada de la cueva escondida entre las robustas palmas, desde lo más alto del acantilado. Llevaba tres días vigilando y no había señales de nada que le confirmara las sospechas de su capitán. ¿Y si era imaginación de ellos? ¿Si era el mar el que había robado los tesoros tan celosamente escondidos? ¿Si acaso el gran capitán no los había dejado allí?

Esto ya comenzaba a cansarle. No pasaba nada, ni un alma, y dudaba que los fantasmas robaran tesoros. Además, había muy poca gente en la isla, y eran todavía más pocos los que conocían esa cueva. Por algo el mismo capitán Henry Morgan la había elegido para esconder sus tesoros.

De súbito, un movimiento lo distrajo de sus pensamientos y Dan no pudo evitar sentir júbilo. Pero lo que vio no encajaba con lo que había pensado: era una mujer. No, una mujer no, una muchacha, una joven, casi una chiquilla. Se notaba por el tipo de ropa que llevaba, pues de ser una mujer mayor habría vestido diferente y de seguro estaría en casa cuidando los niños. ¿Qué hacía ella allí? ¿Sería posible que ella...? No. Una muchachita no tenía la inteligencia para hacer eso.

La dama desapareció en el interior de la cueva y no la vio más. Dan, apuntando con su catalejo, se propuso a no moverse hasta que ella volviera a salir. Su espera se vio recompensada unos minutos después cuando la muchacha salió caminando despacio porque el peso de dos enormes sacos le impedía moverse con la misma destreza con la que llegó.

¡Por los siete mares! Ella era la ladrona.

La muchacha desanduvo el camino que la trajo, la diferencia era que ahora iba cargada con los tesoros del gran Henry Morgan.

Algo absolutamente increíble: ni siquiera los más feroces piratas españoles o franceses habían logrado robarle una moneda de oro a Morgan, pero sí una chiquilla en una alejada isla perdida en medio del mar. Nadie que lo oyera ni ahora ni en los siglos venideros podría creerlo.

Una sonrisa se formó en la boca del hombre mientras la muchacha desaparecía en la distancia. Se sintió tentado a perseguir a la mujer para capturarla y llevarla de regalo al capitán, pero las instrucciones de su jefe eran claras: solo observar y reportar.

Por fin podría dejar esa dura roca en la que había estado por más de tres días. Se levantó lentamente, le dolía el cuerpo. Sin embargo, la felicidad que sentía lo compensaba. Ya podría ir a decirle a su capitán que sabía quién era la ladrona, entonces El Diablo podría actuar.

*****

—¿Una mujer? —preguntó el capitán de El Infierno en tono abiertamente asombrado.

—Una mujer no, capitán. Una jovencita, una chiquilla es la que ha robado los tesoros de nuestro gran Henry Morgan.

El hombre que había fruncido el entrecejo desde que Dan le había narrado lo sucedido, se paseó por el camarote de la embarcación. Estaba nervioso y sostenía con fuerza una copa de coñac en su mano. Dio un sorbo mientras su mente asimilaba la información.

Jack Farrell, más conocido como El Diablo, era uno de los colaboradores más allegados a Henry Morgan. Desde hacía varios años, su navío, El Infierno, había sido parte de las cuadrillas que había organizado el gran pirata para sus asaltos. Se habían conocido en 1667 cuando Morgan preparaba la entrada a Puerto Príncipe. Jack solo tenía veintidós años, pero había demostrado ser un muchacho aguerrido y valiente. En poco, él y su fiel tripulación se convirtieron en una ficha clave para el pirata. En campañas posteriores, como la que acababa de librar en Panamá, se había ganado su total confianza por su valentía ante las adversidades, por su severidad con los enemigos y por su inteligencia para armar estrategias y reaccionar rápido ante el peligro. Por eso le había encomendado esta misión.

El año anterior, cuando habían parado allí para preparar la entrada a Panamá, Morgan se había dado cuenta de que los tesoros que había escondido en aquella pequeña isla, l salvo de los piratas españoles, habían menguado considerablemente. No eran muchos, a decir verdad, pero sí una buena parte de los botines que acumulaba, él lo llamaba un pequeño depósito que había hecho a lo largo de varios años. Al verse robado se dijo que no lo podía permitir. Hubiera querido encargarse de ello de inmediato, pero no lo hizo porque el asunto de Panamá era de mayor importancia. Sin embargo, cuando todo hubo terminado, decidió delegar a Jack para investigar el asunto y, lo más importante, recuperar el tesoro a costa de lo que fuera.

Así que Jack había llegado allí con su tripulación hacía más de una semana, dispuesto a cumplir las órdenes de su jefe. Había puesto una persona a vigilar como primera parte del plan. Supuso que si se trataba de un grupo de bandoleros no era conveniente dejarse ver por ellos enseguida, sino más bien analizar la situación para planear un ataque y recuperar lo robado. Pero lo que le estaba contando su hombre de confianza lo dejaba atónito.

—No lo puedo creer —dijo antes de tomar otro sorbo—. ¿Estás seguro? ¿Estaba ella sola? ¿No había un hombre esperándola?

—Estaba sola. Con dificultades cargaba los sacos llenos de los tesoros de nuestro capitán. Si hubiera alguien más, la habría ayudado —dijo Dan.

¿Y si era una trampa? ¿Si los bandoleros la habían enviado como carnada para atraerlos y después atacarlos? No. Nadie sabía que estaban en la isla. El navío había llegado en la noche y se había escondido en un lugar que no era posible ver desde ningún punto de Henrietta.

Además, aquella isla era muy pequeña y tranquila. Si los habitantes se hubieran encontrado el tesoro, habrían supuesto que era de Morgan, y con la fama que tenía, nadie se habría atrevido a tomarlos... excepto una chiquilla traviesa e inconsciente de lo que hacía y que de seguro se había dejado obnubilar por el brillo del oro y las piedras preciosas.

—Así que una mujer —dijo Jack pensativo—. Increíble.

—Sí, capitán. ¿Qué piensa hacer ahora?

—Esto es más fácil de lo que imaginaba. Vamos a darle una sorpresa. Iremos a esperarla a la cueva para que nos diga dónde tiene lo que ha estado robando —dijo él.

Ese había sido el plan desde el inicio. Nunca imaginó que las cosas se dieran tan fáciles. Sonrió mientras en sus ojos brillaba el triunfo anticipado. Parecía que sería una victoria muy fácil, bastante sencilla para el capitán Jack Farrell.

—¿Y si no lo dice, capitán? —preguntó Dan.

Una sonrisa perfecta y malévola se dibujó en la atractiva boca del hombre.

—Tendremos que persuadirla.

Unplan se estaba armando en la cabeza de El Diablo.    

Prisionera del DiabloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora