⊰| única parte |⊱

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Harry adoraba ir al parque. No al que se encontraba justo enfrente de su casa, sino aquel que era conocido por ser el más grande y uno de los más hermosos de la ciudad. Tenía todo lo que un niño de ocho años podría exigir: un carrusel, columpios, deslizaderos, cajas de arena, una enorme pared por la cual trepar, puestos de comida y muchos otros pequeños con los cuales jugar. Por todos aquellos motivos, a diario le suplicaba a su madre que lo acompañara a aquel lugar. Y todos los que conocían a Harry sabían lo imposible que resultaba negarle algo a aquellos ojos verdes llenos de vida y a la simpática sonrisa que jamás abandonaba su rostro. Aquella tarde, como todas las demás, caminaba jubilosamente de la mano de su mamá en dirección al parque, mientras le contaba diferentes anécdotas que le habían ocurrido esa mañana en el colegio. Sólo les tomaba unos diez minutos hacer el viaje hacia su destino, pero como la paciencia no se encontraba entre las virtudes de Harry, el camino parecía durar una eternidad.

— Llegamos — anunció Anne, al tiempo que soltaba la mano de su hijo —. Puedes ir a jugar, pero procura quedarte dónde pueda verte — le advirtió.

Harry no esperó a que se lo repitiera por segunda vez. Se alejó dando pequeños saltitos hacia los columpios, su atracción favorita en todo el parque. Le encantaba impulsarse para luego sentir cómo el viento golpeaba contra su rostro. A menudo se imaginaba que, al hacerlo, podía llegar a tocar el cielo con sus pequeñas manos.

Sin embargo, cuando llegó a los columpios se encontró con que todos estaban ocupados. Incluso aquel en el que siempre se sentaba, el azul con franjas rojas. Se molestó mucho y deseó que el niño que había robado su asiento se lastimara para poder tomar su lugar. Luego se arrepintió de haber pensado aquello y se preguntó si Santa Claus también adivinaría los pensamientos de las personas. Mientras se preguntaba a qué juego iría, observó que a lo lejos había un niño sentado en una pequeña colina. Era el único que no estaba acompañado. Harry sintió curiosidad y se aproximó para poder ver mejor a aquel pequeño solitario. Se sorprendió cuando, al estar casi a su lado, pudo notar que estaba llorando. ¿Por qué alguien con unos ojos tan bonitos se tomaría la molestia de esconderlos bajo un mar de lágrimas? El niño levantó la vista, sobresaltando a Harry. Tenía la mirada triste y un aspecto decaído. Pensó que no sería educado ignorarlo, así que decidió hablarle.

— Hola — lo saludó, al tiempo que se sentaba a su lado — ¿Qué tienes?

— Nada  — le contestó el niño, enjugándose las lágrimas.

— Claro que sí. Estás llorando — acotó Harry.

— Por supuesto que no.

— Puedes contarme lo que te aflige. Se me da muy bien guardar los secretos de los demás. Susy me dijo la semana pasada que estaba enamorada de Michael, y no se lo he confesado a nadie — al momento de decir esas palabras, Harry se dio cuenta de su error —. Oh, pero no debes decir nada, Susy se enojaría mucho si supiera que te lo conté.

El niño se encogió de hombros y desvió la mirada.

— Me siento solo — admitió.

— ¿Solo? — repitió Harry — ¿No tienes amigos? — el pequeño negó con la cabeza —. Pero sí tienes a tu familia, ¿verdad? — el niño volvió a hacer un gesto de negación.

Harry permaneció callado por un instante. Pensó cómo se sentiría si no tuviera a alguien con quien jugar videojuegos, ir al cine o divertirse en el colegio. Incluso se imaginó cómo sería su vida si sus papás no lo quisieran. De repente, se le hizo un nudo en el estómago y volvió a mirar al niño. Se levantó de un salto y le ofreció una sincera sonrisa.

— Yo seré tu amigo. Pero tienes que cambiar tu expresión, no me gusta verte tan triste.

El niño volvió a secarse las lágrimas y lo miró, sorprendido.

El niño de los ojos tristes ♡ (os) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora